martes, 3 de julio de 2012


 



Cuando me entrevisté con Kennedy en la Casa Blanca, a principios de enero de 1963, observé cuidadosamente a ese hombre joven —demasiado joven, quizá, para ser el Presidente de la nación más poderosa del mundo—; lo observaba mientras yo hablaba y mientras él me hablaba. Vestía con sencillez; no con sobriedad sino con sencillez —zapatos marrón claro, traje gris a rayas perla, corbata de tonos azules, camisa blanca; todo usado, nada nuevo—, como si se hubiera propuesto no ofender la pobreza dominicana con la exhibición, en su persona, de la riqueza norteamericana. Se comportaba con la naturalidad de un viejo amigo. Pasamos revista a los problemas comunes a su país y al mío; y cuando le dije que los dominicanos pasaban hambre, se movió como si hubiera recibido una herida. Ambos nos mirábamos a los ojos. 

Le expliqué que el Consejo de Estado había dado, en forma casi oculta, una concesión de refinería petrolera a una conocida firma norteamericana en condiciones que recordaban los tiempos más floridos del imperialismo de su país, y que yo iba a rescindir ese contrato. Al mencionarle la palabra imperialismo le vi el dolor en la cara. “Es un punto delicado, pero le ayudaremos”, me dijo. Meses después, la poderosa empresa renunció al contrato. 

Por ése y por otros puntos de nuestra conversación, deduje que John F. Kennedy se sentía, él y únicamente él, responsable por los errores que en relación con la América Latina habían cometido los norteamericanos de todas las épocas, desde los días de George Washington hasta los días de Dwight Eisenhower. Era el caso patético de un gobernante que tenía sensibilidad de místico, lo cual tal vez pueda explicarse por su origen irlandés y su religión católica. ¿Era su complejo de culpa por el mal que hubieran hecho sus compatriotas, y su decisión de enmendar esos males, lo que lo impulsaba a ser un reformador más allá de las fronteras de su país? Quizá; de todas maneras, un místico encarnado en el cuerpo y la mente de un político de gran categoría era un caso poco común en la historia humana. Yo podía comprender su actitud porque yo sentía como una afrenta personal las debilidades de los entreguistas dominicanos; y quizá por ese sentimiento, que había arrastrado conmigo durante años, podía percibir lo que pasaba en el alma de Kennedy. 

Un hombre así no podía hacer diferencia entre el latinoamericano desheredado y explotado y el negro norteamericano maltratado y segregado en su propia tierra. Si tenía esa capacidad de sufrir por los otros, no podía ser un líder limitado a los problemas y los intereses del país que gobernaba; tenía necesariamente que ser una conciencia herida por el dolor de cualquier hombre humillado. 

El día en que tomé posesión de la Presidencia, Kennedy me envió un obsequio. Me lo entregó su representante personal en los actos de toma del poder, el entonces Vicepresidente Lyndon B. Johnson. No era nada para mi uso: era una ambulancia para el Pueblo dominicano. 

John F. Kennedy murió asesinado, y aunque el mecanismo de la Alianza para el Progreso le haya sobrevivido, el aliento reformador que él le dio al crearla cayó con él en Dallas el 22 de noviembre de 1963. Por eso he hablado de la Alianza en tiempo pretérito.

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