sábado, 18 de mayo de 2013

Pasión cultural Vs. pasión deportiva




Muchos, tal vez, podrían ignorar que no son pocos los culturosos que colocan un pie en las siempre inquietantes mareas de la pleamar literaria, y el otro pie en las lúdicas y mágicas virtudes de las competencias atléticas. Subrayo el caso de los escritores porque he observado que entre los artistas no literarios, el gusto por los placeres múltiples que oferta el deporte, es menos común. La pasión por la escritura, como ejercicio personal, y la pasión por esa lucha incesante de contrarios que se desarrolla en un campo de fútbol, en un estadio de béisbol o entre las lonas de un ring, corre pareja en muchos de los que hacen vida activa en los bréjetes de la cultura.

Algunos meses antes de su muerte, ocurrida en febrero de 1972, hice una entrevista a la destacadísima educadora Aurora Tavárez Belliard en su casona de Moca, que sería luego publicada en el desaparecido diario El Sol. Con una de esas preguntas clisé que suelen soltar los periodistas novatos -y a veces, hasta los más veteranos- le señalé: "Maestra, ¿cuál será para usted el sueño que le gustaría ver hecho realidad?" Esperaba recibir como respuesta el despliegue lírico de un sueño de amor, de una conquista no alcanzada en su densa carrera magisterial, o un logro apetecido como la gran escritora que era. Empero, sin asombros y sin pausas, me contestó: "Ver un partido de béisbol en uno de los grandes estadios de grandes ligas". Y a seguidas, insistió: "Soñaría con conocer un estadio de pelota en Estados Unidos". Al observar mi asombro por la respuesta, me dijo: "¿Te extrañas?". Reaccioné rápidamente y le respondí: "No, maestra, de ninguna manera". Ella sonrió con esa risa sonora y aguda que la caracterizaba y yo hice publicar esa entrevista con esa "noticia" como aspecto de primer orden.

El deporte ha signado las vidas de muchos escritores, antes que llegara el flechazo de la lectura de un buen libro o la escritura de un poema, de un ensayo o de un texto narrativo. Para mí, antes que Rodó, Rómulo Gallegos, Virgil Gheorgiu, Ciro Alegría o García Márquez, fueron Buck Canel, Rafael Rubí, Tomás Troncoso, Bullo Stéffani o Pappy Pimentel. Las emociones que generaba el guante de Julián Javier, extendido como un brazo milagroso que parecía tener dentro de sí un resorte mágico en la segunda almohadilla; el despliegue inaudito de aquellas piernas elásticas de Juan Marichal sobre la lomita; el beneplácito que generaba ver a los hermanos Alou adueñarse fraternalmente de los jardines, a Mateíto pararse en el home plate sabiendo uno por dónde iba a correr la pelota; regocijarse en la casi adolescencia de ver llegar a la gran carpa a Osvaldo Virgil y Ruddy Hernández; todas las hazañas que el béisbol conjuga, llegaron primero en las voces de esas centellas cuyos rostros el dial nos ocultaba pero que veíamos a través de la gozosa pirotecnia que sus narraciones espléndidas nos ofrecían, en tiempos en que era materia remota y quizá no soñada, disfrutar de los partidos directos y en vivo en el cable de nuestros equipos favoritos del big show. ¡Cuánto hubiésemos querido ver, como hoy podemos hacerlo, los juegos que lideraban entonces las glorias portentosas de los Mickey Mantle, Stan Musial, Warren Spahn, Mel Stottlemeyer, Willie Mays, Hank Aaron, Sandy Koufax, incluso los mejores momentos del serpentinero de Laguna Verde en las gloriosas horas de su estancia con los Gigantes de San Francisco, que nunca nadie las vio en directo, sino mediante la crónica deportiva de los diarios de la época y una que otra reseña fílmica del noticiero que pasaban en los cines, siempre tardíamente!

Pocas veces, pensamos ahora, se ha examinado la influencia de la crónica deportiva, desde la radio o la escritura periodística, no solo bajo la estricta influencia del espectro deportivo, sino desde la propia forja vital, en el desarrollo de valores personales o colectivos, en la amalgama de situaciones donde la pelota corre como un albur camorrista o como una agitación nerviosa en los andenes de nuestra individualidad o en los corrillos deportosos de la andadura humana. Tal vez, a muchos, el béisbol en específico, y no el libro -y blasfemo a gusto- fue el que en verdad nos modificó los modos de apreciar la conducta humana en sus diferentes horizontalidades o de vislumbrar sueños y osadías desde la intensa ceremonia de los swings y los strikes.

En otras latitudes ha sucedido igual. Y los culturosos han devenido en exaltados seguidores de enseñas deportivas como ha sucedido con los célebres hinchas que han sido, entre una larga lista, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Mempo Giardinelli, Roberto Bolaño, Augusto Roa Bastos, Osvaldo Soriano, Miguel Delibes, Javier Marías, Julio Llamazares, Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro, incluso Borges y Bioy Casares que bajo su célebre seudónimo de H. Bustos Domecq firmaron un cuento titulado "Esse est percipi", de definida pasión futbolística. Desde el lado opuesto, o sea el ejercitante del balompié que incursiona en la literatura, anda el célebre jugador argentino quien llegara a ser director deportivo del Real Madrid, Jorge Valdano, antologador de los grandes literatos del fútbol -que, obviamente lo son fundamentalmente de la literatura per se- y a relatar en libro memorable las anécdotas, curiosidades y otros pecados del fútbol.

Los culturosos seguimos con la misma pasión las últimas novedades del arte o de la literatura, como las primicias, estadísticas, narraciones y puntilleos que nos describe y relata la crónica deportiva, en la voz desde el ayer memorable de Billy Berroa y Max Reinoso o desde el hoy inconmensurable de Comarazamy, Pujols, Santana Martínez, Mendy López, Mickey Mena, Rodríguez Suncar y tantos otros; y en la escritura desde Héctor J. Cruz, Bienvenido Rojas, Franklin Mirabal, Yancen Pujols hasta la oleada de jóvenes valores que, con destreza y sapiencia irrefutables vienen ganando terreno. Y, entre todos, dos nombres excelsos, de esos que en la historia del deporte y su crónica viajan en la esfera del tiempo con ribetes dorados: Tomás Troncoso, voz que no cesa y que viene poblando nuestra pasión beisbolera desde los años de la pubertad; y Cuqui Córdova, el vegano nieto del educador mocano Ulpiano Córdova, cuya bibliografía nos arrima al conocimiento de la grandeza del Indio de Acero-Mellizo Puesán, del primero en llegar-Osvaldo Virgil, del Gamo Tetelo, del Rabbit Martínez, del Monstruo de Laguna Verde-Marichal, de la Montaña Noroestana-Guayubín, del Panqué de Haina-Felipe, del Acorazado de Bolsillo-Mateíto, del Chory Mota, del Bombardero del Cibao-Chilote, del ídolo del Jaya-Javier, de la historia de Leones y Tigres, y de álbumes de recuerdo que, en varios tomos, rememoran y grafican las hazañas de los inmortales de nuestro deporte rey. Bibliografía deportiva hazañosa y señera que crece en las inteligencias relatoras de los Cruz, Mirabal, Tony Piña; en el arte de Fistiana, Carlos Nina Gómez, y en una onda analítica del deporte en general, el caballeroso Heriberto Morrison.

El escritor argentino Roberto Fontanarrosa ha dicho que llegó a la literatura por la puerta de atrás, con los botines embarrados. Por eso, afirma, todo prolegómeno que demore un partido de fútbol, lo molesta. Ansía el pitazo inicial, ver correr el balón, anclar el grito de GOL en las gradas de la hinchada ardiente. Presumo que nos pasa igual a los apasionados del béisbol que rodamos en el juego de la literatura. Desesperamos por el play ball del árbitro, dejamos correr la pasión en el strike obnubilante, en el bolazo furtivo, en la carrera que viene doblando por tercera, en la gloria evocadora que ahora está de pie sobre el home (apellídese Tejada o Ramírez), en el tablazo de Pujols, en la estocada mortal de Ortíz o Canó, en el béisbol en suma que nos hace no solo dejar de lado la pose culturosa, con sus ambigüedades y fierezas, sino hasta la lectura de una historia literaria que nos amarra. La pasión deportiva, escríbanlo, es tan honda y robusta como la pasión de la literatura, por lo menos entre los que nos dividimos entre ambos arrebatos.

www.jrlantigua.com

TOMADO DE DIARIO LIBRE

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