martes, 9 de junio de 2015

La traición de los intelectuales

POR HÉCTOR RODRÍGUEZ-CRUZ



El tema lo planteó Julien Benda en 1927, hoy nos sumamos al debate que después de él han intentado otros muchos. La figura del intelectual es polémica y, por demás, “eminentemente visible”. No se puede ser intelectual de la “secreta”.

El intelectual es siempre un actor presente en la escena social. Tal como lo señala Enzo Traverso, lo que verdaderamente define a un intelectual es que “cuestiona el poder, objeta el discurso dominante, provoca el debate e introduce un punto de vista crítico, no sólo en su propia obra, sino también y, sobre todo, en el espacio público”. En momentos en que la democracia actual padece de un “déficit de deliberación”, la presencia de los intelectuales contribuye a impulsar el debate público sobre el modelo de sociedad que deseamos construir.

Los intelectuales tienen una función específica propia y un papel propio en la sociedad. El significado del término ha evolucionado, pero sin llegar a perder la connotación de “opositor al poder”, entendida esencialmente como una posición de “distancia crítica”, dejando establecido que el intelectual respecto de la política debe ser independiente pero no indiferente”.

Algunos atribuyen al intelectual características moralmente positivas, como “la independencia de juicio, la valentía de las propias opiniones, el amor por la aventura espiritual, el gusto por lo paradójico, la osadía de las ideas, el espíritu crítico y la propensión a la innovación”. El listado ayuda para la evaluación de su cumplimiento.

Para Bobbio, el modelo ideal de conducta del intelectual debería estar marcada “por una fuerte voluntad de participar en las luchas políticas y sociales de su tiempo”.

Sin embargo, la caracterización política de los intelectuales tiene un doble abordaje: el ejercicio del poder ideológico y del diálogo y el espíritu crítico. Lo que caracteriza al intelectual no es tanto el trabajo que desempeña, sino el propio papel que desempeña en la sociedad. En este sentido, la función de los intelectuales está vinculada a todo aquello “que se puede hacer con las ideas, es decir, con aquellos medios de formación del consenso y del disenso”, es decir, vigorizar la deliberación.

Es necesario establecer el rol del intelectual en la sociedad del siglo XXI. Más allá de las definiciones ideológicas de cada uno, puede decirse que hay un elemento común en todos los intelectuales: sus motivaciones están determinadas por los valores ético-culturales de cada momento histórico. En este contexto, el destacado político e intelectual mexicano, Jorge Castañeda, atribuye a los intelectuales latinoamericanos algunos rasgos distintivos: “deberán ser guardianes de la conciencia nacional, críticos en constante exigencia de responsabilidad, baluartes de rectitud, defensores de los principios de carácter ético-político del humanismo, críticos del sistema imperante y de los abusos de poder”.

¿Qué sucede cuando los intelectuales, por falta de coraje y de compromiso, por comodidad o supervivencia profesional, no cumplen con las funciones que les asigna la sociedad? Simplemente –dirá Bobbio- incurren en traición y deserción. Traicionar significa elegir la parte equivocada; desertar significa no elegir la parte correcta. No puede haber neutralidad. El intelectual responsable debe rendir cuenta a la sociedad; así lo impone la democracia.

Traicionan también su responsabilidad social aquellos intelectuales o technopols que son convocados por los gobiernos para darle sus opiniones expertas y que actúan en base a los intereses de quien los convoca, coinciden con los diagnósticos políticos y las soluciones ya elaborados de antemano. Igual traición pudieran cometer aquellas universidades, que debiendo ser “cuna de intelectuales y del pensamiento crítico” guardan un silencio cómplice frente a problemas y realidades que deben ser denunciados o cuando preferentemente orientan su oferta académica a carreras enfocadas en la “rentabilidad” dejando a un lado las ciencias sociales y las humanidades. El silencio frente a la actual huelga de los trabajadores del sector cultura en nuestro país es solo un ejemplo.

No hay duda de que los intelectuales todavía tienen un peso relativamente importante a la hora de formular políticas públicas, de realizar ponderaciones positivas o críticas bien fundamentadas a las acciones gubernamentales, de abordar temáticas relevantes en los medios masivos de comunicación y de aportar pautas de una conciencia nacional en un mundo abierto y globalizado. Pero más allá de esto, también hay que señalar que una porción considerable de la intelectualidad latinoamericana –y esto es válido para el caso dominicano- ha dejado de lado su posición crítica y se ha integrado con sorprendente facilidad dentro de las estructuras de poder de los regímenes neoliberales.

El silencio de las intelectuales y de las instituciones académicas que son cunas de intelectuales es también un tipo de traición. Al decir de Edward Said, “nada hay más censurable que aquellos hábitos mentales de los intelectuales que inducen a evadirse, al alejamiento de la postura difícil y con principios que se saben que es correcta y que deciden no asumir: no querer parecer demasiado político; tener miedo de parecer polémico; dar una impresión de ser equilibrado, objetivo y moderado”. Y agregamos, pertenecer a un “directorio” de instituciones públicas o privadas; esperar conseguir “consultorías”, un gran premio o una embajada”. Estos hábitos son capaces de terminar con una apasionada vida intelectual.

Existen los intelectuales leales a su papel y responsabilidad propios en la sociedad. También existen los que traicionar y desertan de los deberes y funciones que les son propios. Los grandes temas de la agenda nacional dominicana; las graves miserias e incertidumbres que nos arropan; los grandes desafíos sociales, económicos y políticos que nos aguijonean, demandan hoy más que nunca de la presencia y la participación de los verdaderos intelectuales. ¿Quiénes se apuntan? ¡Sólo hace falta coraje, y el deseo de decir la verdad!

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