domingo, 7 de diciembre de 2014

Leyenda del callejón de Sal si puedes. Ciudad de México

Por: Doña Constanza de Medina

callejon (1)Procedente de la ciudad de Toledo, España desembarcaron en Veracruz el señor Olivares y su hija Inés, quienes venían huyendo del caballero don Gaspar de Astorga del que estaba profundamente enamorada la joven viajera. Antes de emprender esta expedición el padre había exhortado a su hija para que terminara sus relaciones amorosas, por no convenirle un esposo de las condiciones de su pretendiente.
-Imposible es que lo olvide- exclamaba la muchacha entre lágrimas y sollozos.
-Pues poniendo tierra de por medio veremos si se vence esa imposibilidad.
Se trasladaron a la capital de la Nueva España, el Sr. Oviedo y su apasionada hija Inés.
El viaje largo y tedioso que se hacía en aquellos tiempos, fue un verdadero martirio para la joven, lo que no impidió que al llegar a Veracruz, en donde se hospedarían en la casa de unos parientes, conociese a Don Melchor Lazo, capitán del ejército, hombre de muchos atractivos, de ingeniosa charla que distraía con historietas y anécdotas frívolas a quienes le escuchaban.
No tardó mucho la toledana en quedar enamorada del capitán mexicano, olvidando al que fuera su novio en España; mas el diablo, que todo lo enreda, hizo que don Gaspar de Astorga tuviera que venir a estas tierras a buscar arreglo a ciertos negocios particulares de su tío, que era nada menos que su Eminencia el Cardenal don Diego de Astorga, Arzobispo de Toledo, razón por la que fue recibido con toda clase de distinciones.
Llevaba algún tiempo en la ciudad paseando por calles y plazas, asistiendo a fiestas y saraos cuando una mañana de domingo, entre la mucha gente que salía de una iglesia, reconoció a la bella joven que fuera su amor.
Verla y acercarse a ella fue cuestión de un momento, manifestándole el gran placer de encontrarla nuevamente, pero su entusiasmo se trocó en desilusión al sentir la frialdad de Inés de Olivares, quién le participó que pronto sería esposa de otro hombre y que le rogaba se retirara dejándola seguir su camino hacia su morada.
Así lo hizo don Diego pero, al enterarse a los pocos días, de que Inés contraería matrimonio con el capitán a las diez de la mañana en la parroquia de San José, se apostó en la esquina del callejón en que la joven vivía y, al aparecer esta, por cierto, vestida lujosamente, se le acercó y la dijo:
-Si en otra ocasión te dejé el paso franco, ahora no lo hago sin que me vuelvas tu amor que he perdido.
-Gaspar, eso ya es imposible… Déjame pasar…
-Inés de mi corazón, vuélveme la dicha de tu amor que sin él me muero…
-No seas importuno –dijo Inés, ¡Déjame seguir mi camino!
Al oír estas palabras, Astorga, ciego de ira y de despecho, desenvainó la espada mientras exclamaba como loco:
-¡Sal si puedes!… Al mismo tiempo que hundía el arma en el pecho de Inés quien, bañada en sangre, cayó sin vida, mientras el asesino emprendía vertiginosa fuga.
Desde ese día nefasto en que tuvo lugar esta tragedia provocada por el amor, el callejón se denominó con la frase que pronunció el amante despechado. ¡Sal si puedes!
Fotografía: Alonso Marroquín Ibarra
Fotografía: Alonso Marroquín Ibarra
Para ubicar este callejón encontramos como referencia el texto de Don Luis González Obregón que nos indica:
Hecha la traza que dividía la ciudad propiamente española de la indígena, y reconstruida poco a poco por los conquistadores, muchas de las calles de agua se cegaron; pero entre ellas quedó una, célebre por su extensión y por los diferentes nombres con que fue designada sucesivamente.
Aludimos a la gran calle de las Canoas, que corría por un costado de Palacio y terminaba en la que es hoy de San Juan de Letrán. La calle la formaba un largo canal que comenzaba desde el Puente .de la Leña. “Al extender los franciscanos su monasterio –dice Orozco—cegaron parte de la acequia, resultando el callejón de Dolores, y otro callejón que salía con una acequia para la calle de Zuleta, y que subsistía en 1782.” La acequia, después de recorrer el callejón y calle de .Zuleta, terminaba en la del Hospital Real.
Para comprender lo que decimos, es necesario advertir que entonces no existía la 1 a. calle de la Independencia, y que se llamó callejón de Dolores desde la esquina de Gante hasta el Coliseo; que esta última calle se nombró en otra época de la Acequia, lo mismo que todas las cabeceras que seguían hasta el Puente de la Leña; que allá en los primeros años de la conquista el todo era conocido por calle de las Canoas, y en fin, que el callejón de Dolores estuvo cerrado hacia el Oeste hasta que se derribó el convento de San Francisco.
Foto: Proyecto 40
Esta es la versión de esta leyenda escrita en verso por Juan de Dios Peza:
EL CALLEJÓN DE SAL SI PUEDES
Juan de Dios Peza
I
- Alma del alma, ángel mío,
tarde llego.
– ¿No me extrañas?
– Sí, cuando no te contemplo
mis horas son muy amargas.
– ¿Faltarás a tu promesa?
– Nunca he mentido a una dama
ni menos a ti que formas
el sol de mis esperanzas.
– Es, Lope, que si te olvidas
y no vienes y me engañas
me moriré de tristeza,
pues te adoro con el alma.
– ¿Estás decidida?
– A todo.
– ¿A nada temes?
– A nada.
– Nos perseguirán.
– No importa.
– Está bien; rayando el alba
en San José nos veremos.
– Ya te empeñé mi palabra.
– Vas a dejar todo.
– Todo.
Contigo nada me falta.
– A las cinco.
– Sí: a las cinco.
Adiós, Lope.
– Adiós, mi Blanca.
– No me olvides.
– Ni un instante.
– Te dejo al partir el alma, pero
vendré a recogerla;
al despuntar la mañana.
Cerca de la medianoche
cruzaron estas palabras
en oscura callejuela
estrecha y abandonada,
una encubierta y un hombre
embozado en negra capa;
él de pie sobre la acera;
ella de pie en la ventana.
Era la noche tan negra
que sus tinieblas cegaban,
y como por aquel tiempo,
en aquel año de gracia
de mil setecientos ocho,
ningún noble acostumbraba,
en la ciudad que fue corte
y orgullo de Nueva España,
por tan humildes suburbios
andar en horas tan altas,
ni menos en arrabales
tan cercanos a la traza,
el doncel y la doncella
no observaron, cuando hablaban,
que recatado en las sombras,
inmóvil como una estatua,
sin perder un solo acento
un hombre oyó sus palabras.
II
Después de la despedida
el balcón cerró la dama
y los pasos de su amante
perdiéronse en la distancia.
El lugar de aquella escena
por tétrico intimidaba,
y aún después de siglo y medio
su triste aspecto no cambia.
Frente a la extensa Alameda,
en la rica y dilatada
avenida, ayer tan triste
y hoy tan lujosa y tan amplia,
vese un callejón antiguo,
que de los Dolores llaman,
y rumbo al sur se prolonga
en otro estrecho, sin nada
que denuncie lo habitase
gente de fuero y prosapia.
En tan angosta calleja
antaño existió una zanja,
con tosco puente que el pueblo
del Santísimo llamaba.
Era todo aquel conjunto
una débil semejanza de los
suburbios mariscos
de Córdoba o de Granada.
Y en una de las aceras,
como hundida entre las casas,
una callejuela sucia,
pavorosa encrucijada
donde aconteció el suceso
que este romance relata
y la cual en nuestros días
está igual que como estaba.
III
Como lánguidos gemidos
que en las tinieblas exhalan
los espectros de la noche
cuando en los aires cabalgan,
de la torre se escaparon
cuatro lentas campanadas.
A poco en el horizonte
brilló como inmensa lágrima,
esa estrella precursora
de las caricias del alba,
y más tarde los volcanes
tiñéronse en oro y grana,
y la errante golondrina
comenzó su eterna charla.
¡Qué amanecer tan sereno!
¡Qué luz tan radiante y clara!
¡Qué hermoso el sol cuando surge
tras las azules montañas!
Ya no hay sombras en la angosta
callejuela solitaria,
en cuyo fondo al abrirse
cruje una puerta pesada.
Envuelta en oscuras tocas
una misteriosa dama
va a salir rumbo a la iglesia
en que su amante la aguarda,
y saliera a no impedirle
el paso con gran audacia
un hombre, que ardiendo en
celos, le dirige estas palabras:
-Deténte, Blanca, deténte,
ni un paso más, que me matas,
toda la noche he velado
debajo de tu ventana,
nada ignoro, todo he oído,
y te adoro con el alma;
torna a tu alcoba tranquila
que por aquí nadie pasa.
- ¿Quién sois?
– ¿Y me lo preguntas?
¿No me conoces, ingrata?
¡Tu sombra, tu misma sombra
que adonde vas te acompaña!
Si sabes lo que se sufre
amando sin esperanza,
comprenderás mi martirio
y sospecharás mis ansias.
– Dejadme, que estoy de prisa,
dejad la salida franca.
– Sé que vas en pos de Lope
y el miserable te engaña
y te empeñas en seguirlo
y así tu deshonra labras.
– Pero ¿quién sois tan osado?
– Un hombre que te idolatra
y con su vida te ofrece
pasión más limpia y más alta.
– Dejadme el paso.
– Imposible.
– Pues saldré -dijo con rabia
la doncella, haciendo impulso
de pisar la calle.
– Vanas serán esas tentativas.
– Dejadme, dejadme.
– Calla;
mía serás para siempre,
que fuerza y amor me bastan.
– Primero muerta que vuestra.
– Medita en esas palabras.
– Dejadme salir, que es tarde.
– ¡Tarde para ser burlada!
– Y qué os importa, abrid paso.
– Pues sal si puedes, ingrata.
Y al decir esto, en el pecho
con golpe veloz le clava
entera toda la hoja
de su daga toledana.
Exhalando agudo grito
cayó en el dintel la dama,
y el matador impasible
salió de la encrucijada
y viendo al torcer la esquina
el templo en que Lope estaba.
– Que la espere -dijo alegre-
que en ir a verlo no tarda,
y tomando el rostro al sitio
donde cometió su infamia
murmuró: – Lope te espera,
sal si puedes, doña Blanca.
IV
En memoria de aquel lance
de tan mezquina venganza,
la vetusta callejuela,
estrecha y abandonada,
Callejón de Sal si Puedes
hace un siglo que se llama,
sin que los cronistas digan
si el hecho es verdad o fábula.
plazaguardiola

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