PANEGIRICO DEL DR. BALAGUER A TRUJILLO
Durante el acto de inhumación del cadáver del Generalísimo Rafael L. Trujillo Molina, en la Iglesia parroquial de San Cristóbal, el día 2 de junio de 1961.
He aquí, señores, troncados por el soplo de una ráfaga aleve, el roble poderoso que durante más de treinta años desafío todos rayos y salió vencedor de todas las tempestades. El hecho horrendo consterna nuestro ánimo y estremece con fragoroso estrépito de catástrofe el alma nacional. Jamás la muerte de un hombre produjo tal sentimiento de consternación en un pueblo ni gravitó con mayor sensación de angustia sobre la conciencia colectiva. Es que todos sabemos que con este muerto glorioso perdemos al mejor guardián de la paz pública y al mejor defensor de la seguridad y el reposos de los hogares dominicanos. El acontecimiento ha sido de tal modo abrumador que aún nos resistimos a creerlo.¡La tierra vacila todavía bajo nuestros pies y parece que el mundo se ha desplomado sobre nuestras cabezas!
¡Quien nos hubiera dicho que el hombre extraordinario a quien hace apenas dos día vimos partir sonriente de su despacho del Palacio Nacional, iba a volver a él pocas hora después cobardemente inmolado! Pero ahí está la tremenda realidad con toda su elocuencia aterradora. Muda está ya la boca de donde salieron tantas órdenes demando. Inmóviles se hallan sobre el pecho, donde el corazón ha cesado de latir, las manos que sostuvieron la espada que simbolizó durante cuarenta años toda la fuerza física de la nación. Exánime y vilmente atravesado por los proyectiles, yace ahí el pecho heroico donde flameó orgullosamente, como si flotara en su asta, el lienzo tricolor.
No es esta la horade hacer la apología de la obra y de la figura de Trujillo. Las lagrimas que nublan nuestros ojos y la emoción que empeña nuestra voz no nos permitiría cumplir con la ecuanimidad debida esa tarea justiciera. Pero los grandes hombres entran verdaderamente en la historia cuando abandonan el escenario de la vida con sus combates y sus contradicciones. Para el gran caudillo a quien ahora nos disponemos a entregar a la tierra para que ella reciba como una madre sus despojos mortales, ha llegado fatalmente ese momento supremo. Sea cual sea, señores, la actitud de la posteridad ante su obra y ante su memoria, desde ahora podemos afirmar que el nombre de Trujillo está grabado para siempre en el material que el tiempo respeta y que es capaz de transformarse pero no de perecer en la sucesión de las generaciones.
El legado que nos dejas es enorme e imperecedero. Sus obras permanecerán mientras permanezca la republica y exista en ella un solo dominicano consciente de lo que significa el tratado fronterizo, la redención de la deuda pública. La independencia financiera, las ejecutorias cumplidas en el campo de las obras públicas, de la agricultura, de la salud y de la asistencia social, y de todo el bien que ha emanado durante tres décadas de una larga paz que ha asegurado el progreso y traído el bienestar y la tranquilidad a la familia dominicana.
Qué grande hombre fue Trujillo y cómo se proyecta su estatura de prócer sobre la historia dominicana! Fue humano, demasiado humano muchas veces, pero sus mismos errores merecen nuestro respeto porque fueron hijos de su pasión desvelada por el orden y del concepto mesiánico que tuvo de su misión como hombre público y como conductor del Estado.
Su carácter recio y su voluntad monolítica, no sufrieron menoscabo alguno ni en los duros conflictos a que se vio constantemente sometido ni en el desgate indispensable implicaron para él sus cuarenta años de vida pública y su intensa participación en los debates que dividieron en lastres últimas décadas a sus conciudadanos. Su fe religiosa, por ejemplo, permaneció incólume a pesar de todas las apariencias, y el último de los pensamientos que dejó escrito de su puño y letra y que entregó a uno de sus secretarios particulares el mismo día de su muerte para la preparación de un discurso que se proponía pronunciar en la ceremonia inaugural de un templo adventista, pone en evidencia esa condición inseparable de su carácter irretractablemente fiel a sus sentimientos cardinales.
El pensamiento está concebido así, y revela que el mismo día de la catástrofe ya el grande hombre tenía un presentimiento trágico de su destino:"Estoy convencido de que todo los cristianos tienen las mismas oportunidades y los mismo privilegios ante Dios. Para confirmarlo hago referencia a aquella frase de Jesús: 'Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida ; el que crea en Mí, aunque este muerto vivirá.'".
Recuerdo que en una ocasión inolvidable me dijo con cierto timbre de emoción en la voz: "Yo pienso siempre mucho en los muertos". Con el pensamiento puesto en sus hijos, solía decir muchas veces: "El trabajo es lo que más acerca el hombre".
Su entusiasmo por las condecoraciones y su afición a los títulos y a todo lo que es pompa teatral en las implacables luchas del poder, no respondió en el fondo a una simple sentimiento de vanidad, como muchos creyeron, sino que fue uno de los recursos de que se valió este artista de la política, conocedor profundo de la psicología de las masas, para sugestionar las multitudes y para influir sobre la imaginación de los hombres con todo el prestigio de su fuerte y desconcertante personalidad.
Al mismo tiempo que un hombre que tuvo una confianza ciega en Dios y en el destino, Trujillo fue fundamentalmente bueno. Bajo su pecho latía un corazón inmensamente magnánimo. Sólo una voluntad granítica como la suya pudo resistir, sin caer en excesos imperdonables y en venganzas inútiles, el cúmulo de asechanzas insólitas, de delaciones infames y de insinuaciones perversas que llegaban a diario, al través de algunos de sus colaboradores, hasta la mesa agobiada de problemas de este dominador de la fortuna. Sobre sus hombros se han cargado muchas deuda que él no contrajo jamás y cuya responsabilidad corresponde a los maestros de la adulación y la intriga que especularon con su buena fe y con sus naturales pasiones de hombre que amó intensamente las sensualidades de la vida.
Trujillo lleva asegurada sobre sus sienes, al bajar al sepulcro, la corona de los inmortales de la patria. Su figura entra desde este instante solemne en la gloriosa familia de nuestra sombra tutelares. El momento es, pues, propicio para que juremos sobre estas reliquias amadas que defenderemos su memoria y que seremos fieles a sus consignas manteniendo la unidad y confundiéndonos con todos los dominicanos en un abrazo de conciliación y de concordia.
Querido jefe: hasta luego. Tus hijos espirituales, veteranos de las campañas que libraste más de treinta años para engrandecer la republica y estabilizar el Estado, miraremos hacia tu sepulcro como hacia un símbolo enhiesto y no omitiremos medios para impedir que se extinga la llama que tú encendiste en los altares de la republica y en el alma de todos los dominicanos. Has llegado hasta aquí, traído en hombros de esta multitud sollozante, para reintegrarte a la tierra que te vió nacer y donde podrás dormir en el mismo regazo en que descansan tus antepasados. La tierra de San Cristóbal, la misma en que bebiste por primera vez el agua de tus ríos natales, te será siempre propicia y en ella hallaras al fin el descanso que te negó la vida, a ti, batallador incansable que mataste el sueño y que no conociste la fatiga. No eres ya el adalid beligerante que fuiste hasta ayer. Ahora, transformado por los atributos que confiere el misterio a los elegidos por el sueño de que no se despierta, eres un ejemplo, un penacho, un índice que nos señala el rumor a seguir desde la infinita lejanía de lo desconocido. Que Dios te reciba en su seno y que tus restos perecederos, al transmutase más allá de la tumba en vigor espiritual y en materia impalpable, contribuyan a vivificar la tierra que tanto amaste para que la conciencia de la patria se siga nutriendo con la cal y con la energía de tus huesos en la infinitud de los tiempos
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