Comiendo con Bonó en el Paraíso
En El Montero -novela corta publicada por Pedro Francisco Bonó a mediados del siglo XIX- se describen algunas costumbres culinarias de los habitantes de Matanzas, Nagua, dedicados a montear puercos cimarrones, a la agricultura de conuco y a alguna que otra crianza. Ambientada en las inmediaciones de "ese gran recodo que el mar hace al Este Nordeste de la isla de Santo Domingo, cuyo nombre de bahía Escocesa no ha podido prevalecer a despecho de mapas". Allí, refiere el autor, "hay un lugarejo nombrado Matanzas, que tiene un pequeño puerto siempre hambriento de buques que nunca se toman la pena de anclar en él". Completando así el trazado inicial: "dos o tres casas esparcidas habitadas por monteros, un fuerte con un cañón y un pequeño arsenal". Mismo paraje por donde las aguas crecidas del Atlántico penetraron en 1946 arrasando todo lo encontrado a su paso, durante el maremoto que modificó hasta la ubicación de sembradíos que fueron a parar a propiedades circunvecinas. Generándose litigios sobre el derecho a su cosecha.
Para mejor ubicación del lector, Bonó precisa las coordenadas de la localidad. Situada a dos leguas de la "embocadura del Nagua" y a cuatro "del Gran Estero, uno de los infinitos caños que el Yuna arroja de su seno al entrar en Samaná exhausto con tantas sangrías". Un lugar que el autor retrata con admiración naturalista, hace ya siglo y medio atrás. Tal como hoy se pronuncian los ambientalistas que claman por la virginidad intacta de Bahía de las Águilas y la reserva mayor del Parque Jaragua. "Refugio de millares de patos silvestres, garzas y otras aves acuáticas", escribe Bonó, el Gran Estero "derrama compitiendo con su origen todas sus aguas en los valles de la falda oriental de la montaña y forma mil pantanos conocidos y llamados por los naturales Madres Viejas, en las que juncos, berros y grama crecen con una lozanía extraordinaria".
Exceptuando los cenagales, el terreno imperante "está sembrado de esa robusta, rica y variada vegetación de Santo Domingo. Bosques de limoneros, majagua y uveros cubren el litoral con una entrada de doce leguas al interior, y sirven de guarida a una infinidad de puercos montaraces, cuya caza es la ocupación de todos los habitantes que pueblan ese espacio, y el producto de las carnes la única renta que poseen." Y ella misma, la carne de jabalí, la fuente fundamental de alimentación.
En el bohío que sirve de centro narrativo a la trama se verifica la primera comida que aparece en escena. Es una cena preparada por María, la joven hija de Tomás, el montero mayor jefe del hogar. En un medio formado por gente de vida sencilla, ajustada a las posibilidades que brindan los recursos dispuestos por la naturaleza, la cocinera sirve generosos platos de sancocho de tocino sobre una barbacoa que funge como mesa. Que los comensales aprovechan con auxilio de cucharas de jigüeros. El padre, quien descansa tendido en una hamaca mientras fuma su pipa, recibe de la hija ración aparte. Este alimento sería empleado más tarde en la rehabilitación de Manuel -asimilado en el hogar y novio de María- herido de machete por Juan. Un peón también montero de tosca fisonomía -cara ancha barbada, nariz chata, boca grande y gruesa- "un conjunto feo pero que denotaba fuerza y salud". Herida cosida y curada con paños de aguardiente alcanforada, la tecnología médica al alcance de aquella ruralidad aislada.
Con motivo del desposado de María y Manuel, las familias concurrentes al festejo -incluyendo la del padrino Feliciano- organizan un banquete a manera de convite campestre. Las jigüeras, calabazas y bateas que de ordinario integran el ajuar de cocina, darán paso a platos de loza, cucharas y tenedores de plata y acero, que los monteros solían guardar debajo de sus camastros, reservados para ocasiones especiales. El narrador detalla el movimiento en la cocina, donde "un enjambre de pobres monteras transformadas en cocineras" daba punto a los guisados.
En este cuadro culinario, "descollaba el lechón del compadre Feliciano, grueso animal que podía pretender mejor el título de jabalí por su tamaño que el modesto con que su propietario lo revistió. El viejo anunciado para guisarlo, anciano de perpetuas soletas, daba vueltas al asador de guayabo en que estaba espetado, descansando sobre dos horquetas del mismo palo al ardiente calor de un montón de brasas encendidas. La grasa chirriaba al caer en las ascuas y el pellejo había adquirido ese color dorado que prueba tanto lo bien cocido como lo esponjoso y delicado." Pieza monumental que sería expuesta "en una yagua verde y fresca" para ser trinchada, deleite de comensales.
Para complementar el plato principal, una "batería de ollas y calderas" atendidas por las referidas cocineras, "despedían el humo de diferentes manjares. Aquí una enorme cazuela hervía aún después de ajorada con el sabroso sancocho. Allá una gran caldera recibía el negro y aromático licor que tan agradable es después de comer. Acullá, en una hornalla, especie de hornete descubierto, se veía un semicírculo de plátanos medio maduros, ya tostados y cocidos por el calor de las paredes donde yacían. El cazabe que hacía un peón en un burén ayudado de su paletilla y de la concha de tortuga, el arroz, las gallinas ya adobadas, todo, en fin, denotaba el principio del banquete."
Este festejo, tras la comida acompañada de brindis de aguardiente de caña, fue amenizado con la organización de un "fandango" vespertino a prolongarse bien entrada la noche, con música provista por un conjunto integrado por "dos cuatros, un doce, un tiple, tres güiras y una tambora". Actividad en la que se bailarían "sarambos y guarapos", y se castañearía "en las ondulaciones de un fandanguillo".
Seis décadas después del festín descrito por Bonó, en 1920, en plena Ocupación Americana, el viajero Harry Franck recorrió el país en automóvil, tren, bote y caballo, acompañado por marines. En relato compilado por Bernardo Vega en Los primeros turistas en Santo Domingo, este visitante cuenta la experiencia de un almuerzo en una finca de Jacagua, sitio del primer poblamiento de Santiago. Se trataba de "la más típica forma de celebración dominicana", que era "tomar parte en un lechón asado". Rodeada por las ruinas de una vieja iglesia de ladrillo y piedra, un estanque de agua, restos de calles adoquinadas y paredes de casas, medio cubiertos por la maleza, se hallaba una granja de cerdos. Un paisaje formado por palmas reales, inmensos árboles tropicales y cerdos que escarbaban en la tierra.
"Bajo la tupida y amplia sombra de un paternal y viejo mango se sentaba un peón negro, dando vueltas una y otra vez, bajo un fuego de escogidos y aromáticos haces de leña, a un cochinillo o lechón, ensartado en una vara de bambú. En la cocina exterior de una deliciosa casa de campo española de un piso, techada de tejas, un grupo de sirvientes de ébano de ambos sexos y de todas las edades, preparaba una docena de otros platos nativos, cuyo simple aroma hacía que un hombre hambriento se retirara a sotavento…" Observador de los detalles de color, Franck apuntaba que el anfitrión y su familia sólo tenían "el suficiente tono africano en sus ancestros, para hacer su pelo crespo", desviviéndose en hospitalidad.
"En punto de sazón la víctima principal del festín del día, con su piel caoba tostadita, por su reciente penosa experiencia, bañada en sus propios y tiernos jugos, fue deslizada de la vara de bambú a un plato gigante y le fue reservado el lugar de honor en la mesa familiar. Flanqueado por todos lados por el producto de la cocina -platos rebosados de yuca al vapor, ñame majado con ajíes nativos, calabaza hervida, batatas rollizas, dorados garbanzos españoles y hasta un filete gigantesco- cercado por los anfitriones e invitados". Por el relato se evidencia que el cerdo fue el centro de atención de los comensales, quienes apenas hicieron caso al filete. La hartura fue tal, que los convidados miraron con desdén "la confitada papaya con especias" (probablemente canela) que los sirvientes brindaban como postre. Los restos del banquete serían "abandonados a los ansiosos dedos de los habitantes de dientes centelleantes de la cocina", quienes pronto les dieron finiquito.
Entre los asistentes debió figurar "Big George", un oficial de los marines que "liberó de fechorías a Puerto Rico", fue "azote de los criminales de la zona del Canal" y solía reprender con discursos disciplinarios a los miembros de la compañía 17 de Infantería, quien invitó y no acudió finalmente a la cita. En cambio sí estuvo "Mac", otro oficial americano, acompañado por sus hijos caritas regordetas "que daban un toque de la vieja Irlanda a este paisaje dominicano".
Relatos de viajeros que recorrieron el país en diversas épocas, revelan la huella deliciosa de la tradición de boucaner (ahumar) el jabalí cimarrón o el cerdo de crianza, remedo de la barbacoa taína. Jabalí que he comido con delectación gourmet. Primero en La Pringamosa, hacienda del buen amigo Nicolás Casasnovas -quien mantenía un corral surtido-, hecho a cuerpo entero y también en locrio de tocino. Cerrando con los mejores manjares de Tula, la dulcera mayor de esas llanuras del Este: su naranja ambarina, la pasta de leche levemente edulcorada y esa guayaba que hace honor al olor garciamarquiano. Con queso crema fresco oriundo de esos hatos. Luego Hugo Tolentino -anfitrión exquisito y esmerado cocinero, maestro de la Caja China y la gastronomía- en su refugio bien plantado de Cabayona, nos brindó su versión y reforzó la experiencia. Reiterada en las casas campestres de mis primos Ito y Marcos Bisonó Haza, en las alturas de Estancita, en la paradisíaca Jarabacoa "donde siempre es primavera". Con el Yaque rumoroso corriendo en bajada para abrazarse al Jimenoa.
Quizá sin saberlo soy medio bucanero, como el montero de Bonó. Como el mismo repúblico, padre criollo de la sociología. Como tantos habitantes del Caribe todavía poblado por piratas, corsarios insaciables y algún que otro inocente boucanier.
JOSÉ DEL CASTILLO
TOMADO DEL DIARIO LIBRE
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