LOS RUMBOS: UTOPÍA Y ESPERANZA
[¹] Este artículo fue escrito en diciembre de 1993. Tomado de la revista Portavoz, México y reproducido en el diario Juventud Rebelde el 19 de diciembre de 1993.
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Por: Ramfis Ayús Reyes, Doctor en Ciencias Antropológicas. (La Habana 1966 — México 2006)
Parece que es un mal de muchos la sordera, el silencio y la miopía. Sé que hay malos y buenos en este mundo, pero no me gustan ni los buenos buenos, ni los malos malos. Los primeros no existen, los segundos casi nunca dejan que su propia maldad se haga patente, la disfrazan y después cobran al prójimo en el más absoluto silencio, como para no despertar el sueño de una mosca.
Este “mal de muchos” no trata precisamente de padecimientos humanos, sino más bien de un rasgo patológico de la política del mundo de hoy.
Hace tres años [¹], cuando la desmembrada Unión Soviética mostraba síntomas de su inminente desintegración, muy pocos atisbaron el peligro que esto entrañaba.
La ausencia de visión se tradujo en el empeño de los medios occidentales (aunque ya occidentales somos todos) por revelar sensacionalmente, como si nunca lo hubieran hecho antes, los males del sistema que se venía abajo.
Solo así se explica la obsesión de los medios por el pasado y las vicisitudes diabólicas de la revolución bolchevique, del patriarca Stalin y del totalitarismo, cuando no cruel dictadura.
Nunca antes la historia reciente, la de los últimos setenta y tantos años, se había convertido en tema de conversación impuesto a un rango casi universal. Mucha gente que no conocía siquiera dónde estaba la URSS, pese a su tamaño, comenzó a oír hablar de “gulags”, disidencia y represión comunista, la KGB (tema favorito del Selecciones del Reader’s Digest) resultó ser el órgano de seguridad más represivo del mundo, casi satánico.
Todo esto nutrió una suerte de fabulación mundial al estilo del más mediocre espíritu hollywoodense que a la larga ha representado el epílogo, es decir, la pérdida paulatina del interés en el mercado editorial de los sovietólogos.
Entre tanto, la estrategia se desplazó a apuntalar el “nuevo mundo”, no postcolombino, sino despolarizado. Democracia y derechos humanos se convirtieron en términos privilegiados del “star system”. Resultó que estos eran garantes del sistema vencedor de la “guerra fría”. En fin, controlar el significado de ciertas “palabras claves” (Monsiváis) se convirtió en una eficaz forma de reacomodar las fuerzas distendidas del poder a favor de ciertos discursos hegemónicos de cuyo nombre no quiero acordarme.
Por estos tiempos que relato, un periodista francés escribió, no sé si con plena conciencia de la sensatez de sus palabras, que la suerte del mundo estaba echada. Nada sería más parecido a los tiempos de la hegemonía romana, el imperio que sucumbió devorado por la propia imposibilidad de gobernar al mundo conocido. Aquel periodista francés sostenía que se había roto el equilibrio, una suerte de equidad política en medio de la tensión nuclear que acompañó al mundo desde el hongo atómico de Hiroshima y Nagasaki. Sin ser explícito quiso decir que la desaparecida URSS era más útil a todos viva que muerta.
No sé si aquel periodista tuviera o no razón, pero lo cierto es que la analogía con Roma encierra una inobjetable cuota de verdad. Tal vez vició las reglas más elementales del historicismo estricto, pero me arriesgo a afirmar que de existir la URSS, como una suerte de contrapeso político, de alter ego entre superpotencias, no habría el mundo de abochornarse con los experimentos bélicos en el Golfo Pérsico, bajo el conjuro manifiesto de las Naciones (des) Unidas.
Después de todo, el peligro nuclear fue sólo un mito que pudo más que la probabilidad real de que ocurriera la guerra de marras. Lo real es que ya neutralizado y fragmentado cual confetti uno de los enemigos, las guerras han continuado. Está demostrado que el poder destructivo de las armas convencionales actuales es tan mortífero como el uso de las armas nucleares, todo es cuestión de números.
Aún así, pese a que la paz parece una utopía irrealizable y recóndita, que la amenaza persiste bajo la forma de esas maniobras militares plagadas de eufemismos como los de “Restaurar la esperanza” a punta de misiles computadorizados, hay muchos ganados por el espejismo de un mundo unipolar, muchos que no poseen rumbo, meras veletas a golpes de viento de los mercados bursátiles, especulando en un mundo fetiche de papeles libremente convertibles.
Y otros, sin más rumbo que la “vergüenza de haber sido” soñadores o constructores de un anhelo, de la utopía irresistible que se regresa al bosque en espera de un tiempo por venir que la reclame, andan en la zozobra de la indefinición. No hay que tener vergüenza de haber sido —como decía Benedetti— y, para no sentir el dolor de ya no ser, lo mejor es seguir siendo, es decir, continuar sin impaciencias esa utopía rechazada, esa esperanza postergada, a despecho de sordos, silenciosos y miopes.
[¹] Este artículo fue escrito en diciembre de 1993. Tomado de la revista Portavoz, México y reproducido en el diario Juventud Rebelde el 19 de diciembre de 1993.
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