Cuando el autor de La Marsellesa, estuvo a punto de ser decapitado.

La Marsellesa (Himno de Francia) como todos sabemos, es uno de los himnos más famosos del mundo. 
Ubiquémonos en 1792. Eran ya algunos meses que la Asamblea Nacional Francesa debatía sobre si debía o no debía declarar la guerra a la coalición de emperadores y reyes. Los girondinos (moderados) insistían en la guerra para mantenerse en el poder. Robespierre y los jacobinos (radicales) luchaban por la paz para que no peligre la asamblea ya que aspiraban a tomar el poder en sus manos. Luis XVI, por su parte, tampoco estaba decidido pero temía una revolución interna. Francia era una olla de presión, los periódicos creaban polémica con artículos nacionalistas, se discutía en cada esquina y circulaban los rumores más diversos. Por fin, el 20 de abril, el rey de Francia declaró la guerra al emperador de Austria y al rey de Prusia.

La tensión dominante en París se trasladó a las ciudades fronterizas y en todos los pueblos se fueron alistando voluntarios, se equipó a los guardias nacionales y se acondicionaron las fortalezas. En la provincia de Alsacia la tensión era mayor porque al ser frontera con Alemania es lógico que allí sería el primer encuentro, concretamente en la ciudad de Estrasburgo que se encuentra a las orillas del Rin.

La mañana del 25 de abril de 1792, cuando el correo de París oficializa la declaración de guerra, en Estrasburgo la gente se vuelca a las calles y plazas. Pasan desfilando marcialmente todas las guarniciones cercanas y sus regimientos. En la Plaza Mayor les espera el alcalde, Dietrich y saluda a los soldados. El alcalde lee la declaración de guerra en francés y en alemán. Al terminar sus últimas palabras, la multitud se dispersa y vuelve a sus casas con el entusiasmo patriótico propio de tal acontecimiento. En los clubes y en los cafés se pronuncian enardecidos discursos. Se reparten proclamas: Aux armes, citoyens! L’etendard de la guerre est deployé! Le signal est donné! Y así, por todas partes, en los discursos, en los periódicos, en las pancartas y en las conversaciones de la gente, se repiten las mismas palabras: Aux armes, cito yens! Qu’ils tremblent donc, les des potes couronnées! Marchons, enfants de la liberté!
Claude Rouget

El alcalde de Estrasburgo, el barón Federico Dietrich, acude esa misma tarde a una fiesta pública. Manda repartir vino y comida a los soldados que marchan al frente. Por la noche reúne en su casa a los generales, a los oficiales y a todos los funcionarios, en una fiesta de despedida, en la que con entusiasmo les augura la victoria. Los generales, seguros del triunfo presiden la mesa. Los oficiales jóvenes, enardecidos agitan en alto los sables, se abrazan, brindan... El vino los impulsa a pronunciar discursos cada vez más fogosos y electrizantes. Y de nuevo asoman las palabras estimulantes de los periódicos, de las proclamas, de las arengas: «¡A las armas, ciudadanos! ¡Salvemos a la patria! ¡Adelante! ¡Qué tiemblen los déspotas coronados! ¡Ahora que hemos enarbolado la bandera tricolor de la victoria, ha llegado el momento de pasearla por el mundo! ¡Todos debemos contribuir a la victoria, por el Rey, por nuestra bandera y por la libertad!». De pronto, entre los brindis y los discursos, el alcalde se dirige a un joven capitán de ingenieros llamado Rouget, que está sentado a su lado. Justamente se acuerda entonces que este simpático oficial, medio año antes, a raíz de la promulgación de la Constitución, había escrito un bonito poema a la libertad. ¿No sería ahora ocasión, con motivo de la declaración de guerra y de la marcha de las tropas, de escribir algo igual? Le preguntó el alcalde al capitán Claude Rouget. El modesto capitán, deseoso de complacer al alto funcionario y amigo, se muestra dispuesto a acceder a sus deseos.

Pasó el 25 de abril. Estamos en el 26. Reina la oscuridad en las casas, pero el bullicio y el jolgorio prosiguen aún en las calles. Dentro de los cuarteles, los soldados se preparan para la marcha. Ya en su casa, inquieto, Rouget se pasea de un lado a otro pensando en cómo empezar la composición. Aún resuenan en sus oídos las frases vibrantes de las proclamas, los discursos, los brindis: Aux armes, citoyens! Marchons, enfants de la liberté! Écrasons la tyrannie! L’étendard de la guerre est deployé: Pero también recuerda las otras palabras oídas por la calle al pasar, las charlas de las tabernas y las voces preocupadas de los labradores, que temen por los campos de Francia, que serán asolados y abandonados con sangre si llegan a ser invadidos. Inconscientemente escribe las primeras líneas, que no son más que un eco, una repetición de aquellos recuerdos:

Allons, enfants de la patrie,le jour de gloire est arrivé!


Entonces interrumpe su trabajo. El principio suena bien. Ahora falta dar con el ritmo debido, que la melodía corresponda al texto. Echa mano de su violín y ensaya en él unas notas. Continúa escribiendo apresuradamente, arrastrado ya por la poderosa corriente que le impulsa. En un instante afluyen a su memoria todos los sentimientos desatados en aquella hora decisiva, las palabras oídas en el banquete, el odio a los tiranos, los temores por la tierra natal, la fe en la victoria, el amor a la libertad. Claude Rouget no necesita inventar ni discurrir; sólo le falta rimar cuanto ha escuchado aquel día. Ni necesita componer, sólo recordar. el latido del corazón de todo un pueblo. Va escribiendo apresuradamente, y siempre con brío e ímpetu crecientes, las estrofas, las notas. Tiene dentro de sí la fuerza de un desconocido huracán. Escribe como si un viento impetuoso lo empujara.

Las palabras casualmente escuchadas al pasar entre la gente o casualmente leídas en los periódicos, se convierten en el tema de su creación y forman la letra de una estrofa que acompañó con una sencilla melodía que jamás imaginó serían universales:

Amour sacré de la patrie,conduis, soutiens nos bras vengeur;liberté, liberté chérie, combats avec tes défenseurs.

Luego escribió la quinta estrofa, la última, que, enlazando las palabras con la música, constituye el final del impresionante himno.Casi al amanecer Rouget apagó las velas y se echó a dormir. No sabe que ha compuesto un himno inmortal. Sobre la mesa quedó la obra terminada.

Las mañana del 26 trae el eco de los primeros disparos. Ha empezado la guerra. Rouget se despierta con una fuerte resaca. Sabe que le ha ocurrido algo, pero no se acuerda. De pronto mira sobre la mesa y contempla su obra. «¿Versos? ¿Cuándo escribí yo estos versos? ¿Música, y con anotaciones mías? ¿Cuándo la compuse? ¡Ah, sí, es la canción que me encargó Dietrich, la marcha para los tropas del Rin!» Lee sus versos, tararea su melodía, pero, a pesar de todo, no se siente demasiado seguro de su obra.

Con la natural impaciencia de todo autor y satisfecho por haber cumplido tan rápidamente su promesa, se encamina a casa del alcalde, al que encuentra dando su habitual paseo matutino por el jardín.




—¿Ya está compuesta? —se asombra el alcalde al entregarle la obra—. Pues vamos a ensayarla ahora mismo. Y ambos pasan al salón de la residencia. Dietrich se sienta al piano para acompañar y Rouget canta. Atraída por la inesperada música matinal, entra en la estancia la esposa de Dietrich y promete hacer varias copias de la canción, e incluso, gracias a su excelente preparación musical, procurarle el acompañamiento para que en la tertulia de aquella misma noche pueda ser estrenada. El alcalde, como buen tenor, se encarga de estudiar el himno, y por fin, esa misma noche lo canta por vez primera ante una escogida concurrencia. El auditorio aplaudió tibiamente por cortesía, y claro, no faltaron las consabidas felicitaciones al autor.

Lo que pasa es que «La Marsellesa» no fue compuesta para oyentes que estuvieran tranquilamente sentados, sino para ser coreada por soldados y guerreros. No se compuso para que la cantara una soprano o un tenor, sino una ingente multitud, como marcha, como canto ejemplar de victoria, de muerte, como algo que recordara a la patria, que fuera el himno nacional de un pueblo. Fue el entusiasmo lo que tenía que darle vida, antes de que su melodía llegase al alma de la nación, que la conocieran las tropas, que la Revolución la adoptara como suya.
                        



Como todos, ni el mismo Rouget sabía lo que había creado aquella noche. Se alegró, claro está, de que los invitados la hubieran aplaudido y le agasajasen como autor. Los siguientes días se limitó a cantar su himno a sus camaradas en los cafés y envió copias a los generales del Ejército del Rin. Entre tanto, por orden del alcalde, la banda de música de Estrasburgo ensayó «La canción de guerra para el Ejército del Rin» (ese fue su primer nombre), hasta que, cuatro días más tarde, la interpretó en la Plaza Mayor despidiendo a las tropas.

Para tristeza de Rouget y del alcalde, todo terminó en eso, en un buen momento y nada más. El efímero éxito de salón obtenido por Allons, enfants de la patrie, parecía quedar reducido a eso mismo, al triunfo de una noche, a un acontecimiento provinciano, que pronto sería olvidado. Sin embargo, una obra de arte puede quedar olvidada cierto tiempo, puede ser prohibida, enterrada, pero lo perdurable siempre acaba por triunfar sobre lo efímero. Durante un par de meses deja de escucharse la «Canción de guerra para el ejército del Rin» y los ejemplares impresos y manuscritos quedaron abandonados o fueron pasando por manos indiferentes.
Partitura con el nombre original: 
"Canto de guerra para el ejército del Rin"

El milagro ocurrió en el otro extremo de Francia, en Marsella. Cierta noche el «Club de los Amigos de la Constitución» daba un banquete de despedida a los voluntarios que se habían alistado para ir a la guerra. Eran más de quinientos jóvenes uniformados y todos tenían esa misma fiebre patriótica que tuvieron los de Estrasburgo aquella memorable noche del 25 de abril, pero con más ardor y más apasionamiento, como es propio del carácter de los marselleses. De repente, en pleno banquete, un tal Mireur, estudiante de Medicina, levantó su copa. Todos callaron y le miraron, esperando un discurso, una arenga, pero en vez de ello, empieza a entonar una canción, una nueva canción, desconocida por todos, que no sabían cómo ni dónde la había aprendido: elAllons, enfants de la patrie. Y como si fuera una chispa que prendiera en un polvorín, todos se sintieron embargados por una inenarrable emoción. Estos quinientos jóvenes dispuestos a morir por la patria, por la libertad, que debían marchar al otro día al frente, encuentran en aquellas palabras sus más íntimos anhelos, sus más determinantes ideas. El ritmo de aquel himno los arrebató en un entusiasmo sin límites. Son aclamadas delirantemente una estrofa tras otra. Con las copas en alto cantan todos repetidamente: «Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons». En la calle, la gente se detiene curiosa para oír aquel himno que se canta con tanto entusiasmo, que acaba prendiendo en ellos también, hasta que finalmente unen sus voces al coro de los voluntarios. Al día siguiente, el himno ya era conocido por miles de franceses.

Los quinientos voluntarios que el 2 de julio fueron a la guerra, llevaron el himno impreso en su mente y en su corazón. Cuando la marcha los fatigaba, bastaba con que alguno de ellos se ponga a entonar el nuevo himno para que todos marchasen con nuevos bríos. En cada pueblo por el que pasaban, los campesinos los escuchan maravillados y coreaban el himno con ellos. «La Marsellesa» se convirtió en su canción. Han adoptado aquel himno anónimo que fue creado para el Ejército del Rin y sin tener siquiera idea de quién es su autor. Lo adoptaron como bandera, como algo propio de su batallón, como una profesión de fe que los debía acompañar hasta la muerte.

El primer éxito rotundo que tuvo «La Marsellesa», porque así fue bautizado el himno de Rouget, fue el 30 de junio en París. El batallón de voluntarios marselleses entraba por los suburbios parisinos, con la bandera desplegada y entonando el himno. Miles de personas que los esperaban en las calles para aplaudirles y rendirles homenaje, quedaron estremecidos cuando escucharon aquel himno acompañado por trompetas y redobles de tambores. ¿Qué significaba aquel grito de «Aux armes, citoyens»? Unas horas más tarde, la canción de Rouget se escuchaba por todas partes. Se la cantaba en los banquetes, en los teatros, en los clubes. En pocos meses, «La Marsellesa» se convirtió en la canción del pueblo y de todo el ejército. Luego, Servan, el Ministro de Guerra, reconoció la fuerza tónica y exaltadora de tan extraordinaria canción de guerra y ordenó que se envíen cien mil ejemplares a todos los cuarteles generales. Al cabo de pocas noches, «La Marsellesa» estaba más difundida que todas las obras de Moliére y Voltaire.

No había fiesta ni batalla que no empiece o acabe con «La Marsellesa», el himno de la libertad. 
Mientras tanto, en una pequeña guarnición de Hüningen, Claude Rouget, su creador, se ha olvidado ya del himno que compuso aquella memorable madrugada del 2 de abril de 1792. 
Cierto día lee en los periódicos que hay un nuevo himno llamado «Canción de los Marselleses». Ni siquiera se le pasa por la cabeza que aquella pudiera ser su creación.

Nadie en Francia sabe quién es el autor, y de hecho, en los miles de ejemplares que se imprimen consta con autoría anónima. Pero lo irónico de todo esto es que Rouget, su autor, el creador del himno de la Revolución no tenía ni le quedaba nada de revolucionario. Los excesos de quienes se arrogaron el poder lo decepcionaron. Cuando en agosto los marselleses y el populacho de París, asaltan las Tullerías y hacen abdicar al Rey, Rouget ya está harto de tanto horror. Se decepcionó al enterarse que el himno que se utilizaba con violencia y para cometer excesos, fuera el suyo. Eso fue algo que lo deprimió profundamente y se negó a prestar juramento a la República. Prefirió abandonar su carrera militar antes que servir a los jacobinos.

La amada libertad, la liberté chérie de su himno, no eran palabras huecas para este hombre sincero: llegó a despreciar a los nuevos tiranos y déspotas de la Convención igual que a las monarquías extranjeras. Expresó abiertamente su desprecio al Comité de Salud Pública cuando su amigo Dietrich, alcalde de Estrasburgo, el padrino de «La Marsellesa»; y todos los demás oficiales y aristócratas que fueron sus primeros oyentes, fueron conducidos a la guillotina. Entonces sucede lo inaudito: él mismo fue detenido como contrarrevolucionario y procesado. El autor de la Marsellesa es acusado de traidor a la patria y condenado a muerte. Providencialmente y gracias a la apertura de las cárceles que se dio en 1794 cuando cayó el Régimen del Terror, Rouget salvó su cabeza de la «navaja nacional».
Igual, el destino que la vida le tenía deparado al poeta, no fue nada halagador. Tuvo que arreglárselas durante cuarenta años más en la indigencia ya que fue despojado de su uniforme y de su pensión. Pasó el resto de su vida entregado a pequeños negocios y acosado por sus acreedores.

Llegó a ver como «La Marsellesa» irrumpía por todos los países europeos con el ejército victorioso, y también cómo Napoleón, apenas convertido en emperador, la hizo borrar de todos los programas por considerarla demasiado revolucionaria, siendo los Borbones, por último, quienes la prohibieron completamente. Sin embargo, hubo una pequeña luz al final de su vida cuando la revolución de julio de 1830 hizo resucitar su letra y su melodía en las barricadas de París y el rey burgués, Luis Felipe, le otorgó una pensión como autor de la misma, treinta y ocho años después de haberla creado. Le parece un sueño que se acuerden de él, y cuando, a la edad de setenta y seis años, fallece en Choisy-le-Roi en 1836, ya nadie lo nombra ni conoce su nombre. Tiene que pasar de nuevo toda una generación para que se desencadene la Primera Guerra Mundial, y entonces, cuando «La Marsellesa» era ya el himno nacional de Francia, se ordena que el cadáver del desconocido capitán Rouget sea exhumado y enterrado nuevamente en la Catedral de los Inválidos. 
Triste final del olvidado autor de un himno inmortal, que no pasó de haber sido sólo el poeta de una noche.


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