EL TEMA DEL HÉROE


PASADO Y PRESENTE
El legado histórico y cultural que la Civilización Occidental debe a los griegos es invaluable y pervive a través del vocabulario, de las instituciones políticas, como la democracia y la política, al igual que en la filosofía, la arquitectura, las artes plásticas y los géneros literarios, entre otras disciplinas científicas. Fueron los griegos, además, quienes al decir de Pedro Henríquez Ureña miraron al pasado y crearon la Historia, luego miraron al futuro y crearon la Utopía: Finalmente, es a los griegos a los que debemos el concepto del héroe, acuñado con el fin de perpetuar en el tiempo las virtudes, las realizaciones y la memoria de determinados individuos (Paul Johnson, 2009: 10).
Desde tiempos muy remotos pueblos y naciones han creado y transmitido, de generación en generación, una común simbología de valores y paradigmas arquetípicos de la cual han emergido los héroes y antihéroes de la humanidad. Sin embargo, conviene preguntar ¿qué es un héroe y cómo se alcanza esa categoría?
El héroe es un ser privilegiado, singularmente dotado de ciertas cualidades merced a las que -en determinadas coyunturas históricas- logra descollar sobre la generalidad de sus coetáneos. Se asume que las acciones, hazañas o proezas de un personaje específico constituyen un hito memorable que le convierten en una figura venerada, respetada y digna de emular, sea por sus contemporáneos o por generaciones ulteriores. Para que la acción de un individuo trascienda y éste adquiera el status de héroe, no es preciso un comportamiento ético y político homogéneo, que ese el caso de los próceres, ni tampoco que se ofrende la vida en aras de determinado ideal, acción más bien propia de los mártires; pero lo que sí constituye un requisito es que el individuo realice una hazaña o proeza trascendente en beneficio del conjunto de la sociedad a la que pertenece y que su contribución merezca el reconocimiento de la generalidad de sus coetáneos o que en el porvenir se le recuerde de suerte tal que su nombre, lo mismo que sus realizaciones, pervivan registrados en lo que Carl Gustav Jung llamó "el inconsciente colectivo".
Un breve examen del significado del vocablo héroe proporcionará al lector una óptica diferente de la que prevalece en el imaginario popular, dado que en la cultura dominicana hay una tradición equívoca consistente en concebir al héroe como un ser infalible, perfecto y de trayectoria impoluta. Sucede, empero, que tal cosmovisión, además de contribuir a mitificar el papel desempeñado por quienes en el decurso de nuestras epopeyas históricas han alcanzado dimensiones proceras, tiende a confundir héroes con santos. Intentemos, pues, una explicación del concepto del "héroe".
El Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española describe el vocablo de esta manera: "El varón ilustre y grande, cuyas hazañas le hicieron digno de inmortal fama y memoria. Los antiguos llamaban así a los que por sus acciones grandes los tenía el vulgo por deidades, y por un compuesto de Dios y hombre"; por su parte, el Diccionario de la Lengua Española, también editado por la Real Academia Española, consigna las siguientes definiciones:
1.-Entre los antiguos paganos, el que creían nacido de un dios o una diosa y de una persona humana, por lo cual le reputaban más que hombre y menos que dios; como Hércules, Aquiles, Eneas, Etc.; 2.- "varón ilustre y famoso por sus hazañas o virtudes"; 3.- "personaje principal de todo poema en que se representa una acción, y del épico especialmente"; y, 4.- "cualquiera de los personajes de carácter elevado en la epopeya".
Ha habido pensadores que -independientemente del significado semántico del concepto- consideran que la historia universal es el resultado de la acción de los grandes hombres, llámense "héroes", "jefes", "caudillos", "fuhrers", "élites" o "minoría ilustrada". Un exponente de esta concepción fue Thomas Carlyle, quien era de opinión que "el desarrollo progresivo de la sociedad estaba vinculado al papel de los "héroes" o grandes personajes de la historia, a los que denominaba "aristócratas del espíritu", en contraposición a la multitud irracional. De conformidad con este dictamen, el héroe es activo, mientras que la multitud es pasiva. Nietzsche identificó a este tipo de héroe como "el superhombre", situado "más allá del bien y del mal", que debía conducir a las masas, que él llamaba "los demasiados", hacia las grandes transformaciones de la humanidad.
La teoría que concibe el proceso histórico en función de la voluntad individual de determinados personajes, soslaya la circunstancia de que a esos individuos privilegiados no les es dable cambiar voluntariamente el rumbo fundamental del desarrollo social, ni mucho menos decidir la forma del régimen social y político en el que habrán de actuar. A esos individuos tampoco les es posible evitar el colapso de un modo de producción caduco ni pueden crear otro nuevo por el simple hecho de que pretendan subordinar los acontecimientos sociales a sus voluntades e intereses personales o a sus intereses clasistas.
Jorge Plejánov observó que "el gran hombre lo es no porque sus particularidades individuales imprimen una fisonomía individual a los grandes acontecimientos históricos, sino porque está dotado de particularidades que le hacen el individuo más capaz de servir a las grandes necesidades sociales de su época, surgidas bajo la influencia de causas generales y particulares." (Jorge Plejánov, El papel del individuo en la historia, 1963: 50). El historiador Sidney Hook, por su parte, sostiene que "todos los sentidos del término héroe, según lo usan los adeptos de la interpretación heroica de la historia, presuponen que el héroe, cualquiera que sea, se destaca de una manera cualitativamente única frente al resto de los hombres en la esfera de su actividad y, además, que el registro de las realizaciones en cualquier campo es la historia de los actos y de los pensamientos de los héroes". (Cf. El héroe en la historia, 1943: 26).
En el caso dominicano no siempre la selección del héroe ha respondido a los criterios antes expuestos. ¿Quién habrá olvidado el asombro que suscitaba entre adolecentes cuando al estudiar los textos históricos de primaria y secundaria durante los decenios de los 50 y 60, constatábamos que a raíz del llamado descubrimiento, los españoles, que procedieron a someter por la fuerza a los pacíficos taínos al sistema monárquico confesional español, eran presentados como los héroes de una proeza de magnitudes continentales, mientras que los aborígenes, que defendían su territorio, sus pertenencias y hasta sus propias vidas, representaban a los bárbaros que se resistían al progreso material y espiritual que significaba el imperio español?
Se recordará también que cuando un "puñado de españoles dizque contra doscientos mil indios armados con arcos y flechas" trabaron un combate, la Virgen de las Mercedes se apareció trepada en un árbol de níspero a fin de favorecer a los intrusos españoles y no a los indios que defendían su territorio. Lo más inverosímil, sin embargo, resultó que en medio del combate la Virgen devolvía a los indios las flechas que estos disparaban contra sus agresores. (Frank Moya Pons: 1986: 256). ¿Quiénes eran los agresores y quiénes los agredidos? Los textos históricos tradicionales presentaban a los españoles como héroes y a los indígenas como villanos. Otro ejemplo es el del cacique Caonabo, quien vivía apaciblemente en la isla y cuando entendió que su paz era perturbada por elementos exógenos a su cultura intentó oponerse a semejante intrusión. Todavía rememoro con no poca nostalgia cómo se exaltaba la "habilidad" del capitán Ojeda cuando mediante un ardid logró engañar al temible cacique de Jaragua y, simulando un obsequio, sencillamente lo engrilló. El héroe de ese abuso de poder evidentemente fue Ojeda y no el desdichado cacique Caonabo, quien moriría poco después en un naufragio, engrillado y encadenado, mientras era conducido a España.
El caso del cacique españolizado Guarocuya, mejor conocido como Enriquillo, es todavía más ilustrativo. Consecuencia de los excesos cometidos por el encomendero Valenzuela, cierto día Enriquillo, disgustado porque su amo había pretendido cortejar a su esposa, decidió alzarse, es decir, huir hacia el altiplano del Bahoruco y fijar allí residencia. No se trató, en rigor, de una rebelión armada ni nada parecido. Fue simplemente una decisión de aislamiento frente a un orden social en el marco del cual Enriquillo no vislumbraba ningún acto de justicia en su favor. Naturalmente, los españoles interpretaron tal actitud como un acto de desacato a la autoridad y durante varios años realizaron infructuosos esfuerzos para someterlo a la obediencia. Transcurridos casi tres lustros desde que Enriquillo se trasladó a residir en el Bahoruco, fue necesario recurrir al Padre Bartolomé de Las Casas, quien había sido su preceptor, para que intercediera y lo convenciera a fin de que depusiera su actitud rebelde frente a las autoridades españolas.
Consecuencia de la gestión diplomática del padre Las Casas, Enriquillo pactó -no derrotó- con las autoridades españolas y aceptó trasladarse a Boyá y fijar allí residencia junto con un grupo de sus seguidores, comprometiéndose a obedecer fielmente las leyes hispanas y a perseguir a cualquier indio o negro que se rebelase contra el sistema implantado en la isla. La historiografía tradicional, al examinar la conducta de Enriquillo mientras estuvo alzado en el Bahoruco, lo ha elevado a la categoría de héroe y hasta se le ha dispensado el título de Primer Libertador de América, sin que todavía hoy sepamos a cuales comunidades liberó. A la construcción de este mito contribuyó notablemente la novela de Manuel de Js. Galván, titulada Enriquillo, escrita y publicada pocos años después de la Guerra Restauradora, durante el período de esplendor del movimiento literario conocido como indigenismo.
Otro ejemplo que viene a la memoria es el del Brigadier Juan Sánchez Ramírez: Se sabe que hacia 1808 Sánchez Ramírez acaudilló un movimiento militar no porque propugnara la independencia del conglomerado social dominicano, sino porque se proponía, y lo logró, reincorporar el Santo Domingo español a la metrópoli ibérica en condición de colonia. A Sánchez Ramírez, de quien los estudiantes debíamos aprender y recitar de memoria una supuesta arenga que pronunció a sus soldados apenas minutos antes de enfrentarse a los franceses: "Pena de la vida al que volviere la cara atrás, pena de la vida al tambor que tocare retirada y pena de la vida al oficial que lo mandare, aunque sea yo mismo", debemos el hecho de que tras la Reconquista los dominicanos perdieron la oportunidad histórica de insertarse en la corriente política de la independencia, entonces en auge en América del Sur. Su proeza sirvió más a los intereses de España que al entonces incipiente sentimiento nacional de los dominicanos; sin embargo, la historiografía tradicional también lo elevó a la categoría de héroe de la dominicanidad y sus cenizas reposan para siempre en el Panteón de la Patria.
Hacia mediados del siglo XIX nuestros ancestros, inspirados en una herencia cultural que le había conferido a ciertas mitologías indígenas y coloniales categoría de hechos heroicos de carácter heroico, idealizaron o tomaron por modelos a personajes cuya sublimación favorecía la ideología de los grupos criollos consubstanciados la metrópolis dominante. Sin embargo, al cabo de un decenio de restaurada la República, se comenzó a construir el panteón de nuestros héroes nacionales en función de sus hazañas en el marco de las luchas independentistas y restauradoras, pero este tema es parte de otra historia.
POR JUAN DANIEL BALCÁCER
Diario libre.

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