DOCTRINA Y MORAL DEL PENTAGONISMO EN LA OCUPACION MILITAR SANTO DOMINGO Y VIETNAM

30NOV
El Pentagonismo no es el producto de una doctrina política o de una ideología; no es tampoco una forma o estilo de vida o de organización del Estado. No hay que buscarle, pues, parecidos con el nazismo, el comunismo u otros sistemas políticos.
El Pentagonismo es simplemente el sustituto del imperialismo, y así como el imperialismo no cambió las apariencias de la democracia inglesa ni transformó su organización política, así el Pentagonismo no ha cambiado —ni pretende cambiar, al menos por ahora— las apariencias de la democracia norteamericana. historiaLo mismo que sucedió con el imperialismo, el Pentagonismo fue producto de necesidades, no de ideas. El imperialismo se originó en la necesidad de invertir en territorios bajo control los capitales sobrantes de la metrópoli, y para satisfacer esa necesidad se crearon los ejércitos coloniales. En el caso del Pentagonismo el fenómeno se produjo a la inversa. Por razones de política mundial los Estados Unidos establecieron un gran ejército permanente y ese ejército se convirtió en un consumidor privilegiado, sobre todo de equipos producidos por la industria pesada, y al mismo tiempo se convirtió en una fuente de capitales de inversión y de ganancias rápidas; una fuente de riquezas tan fabulosa que la Humanidad no había visto nada igual en toda su historia.
Ahora bien, como el imperialismo invertía capitales en los territorios coloniales para sacar materias primas que eran transformadas en la metrópoli, la colonia y la metrópoli quedaban vinculadas económica y políticamente en forma tan estrecha que formaban una unidad. El imperialismo no llegó a descubrir que podía obtener beneficios mediante la implantación de un sistema de salarios altos en la metrópoli —y si alguno de sus teóricos alcanzó a verlo debió callárselo por temor de que los pueblos coloniales reclamaran también salarios altos—; el imperialismo seguía aferrado al viejo concepto de que cuanto menos ganara el obrero más ganaba el capital, y para mantener ese estado de cosas el imperialismo tenía en sus manos el poder político tanto en la metrópoli como en las colonias.  Pero el Pentagonismo se dio cuenta de que los altos salarios contribuían a ampliar el mercado consumidor interno y se dio cuenta de que no necesitaba explotar territorios coloniales; le bastaba tener al pueblo de la metrópoli como fuente de  capitales de inversión y como suministrador de soldados, pero reclamó tener el control de la política exterior de la metrópoli porque a él le tocaba determinar en qué lugar y en qué momento usaría los soldados, qué iban a consumir esos soldados, en qué país del mundo debía crearse un ejército indígena y qué productos se le entregarían.
Mucho tiempo después de estar operando, el imperialismo creó una doctrina que lo justificaba ante su pueblo y ante su propia conciencia; fue la de la supremacía del hombre blanco, que tenía la “obligación” de derramar los bienes de su “civilización” sobre los pueblos “salvajes”. En los Estados Unidos esa doctrina tomó un aspecto particular y se convirtió en la del “destino manifiesto”: esto es, la voluntad divina había puesto sobre las espaldas de los norteamericanos la obligación de imponerles a los pueblos vecinos su tipo especial de civilización, eso que ahora se llama el american  way of life.
Pero sucedió que Hitler atacó a los países imperialistas en nombre de la superioridad de la raza germana, y esos países tuvieron que defenderse bajo la consigna de que no había raza superior ni razas inferiores. La batalla fue tan dura que hubo que contar con la ayuda de las colonias y de los ejércitos indígenas; de manera que la llamada doctrina de la supremacía del hombre blanco quedó destruida; fue una víctima de la guerra.
Ahora bien, al formarse, y al pasar a ocupar el sitio que había ocupado el imperialismo, el pentagonismo se dio cuenta de que tenía que seguir los métodos del imperialismo en un punto: en el uso del poder militar. El Pentagonismo, como  el imperialismo, no puede funcionar sin ejercer el terrorismo armado. En ambos casos el eje del sistema está en el terrorismo militar. Luego, el Pentagonismo, como el imperialismo, tenía que llevar hombres a la guerra y a la muerte, y nadie puede hacer eso sin una justificación pública. Ninguna nación puede mantener una política de guerras sin justificarla a través de una doctrina o una ideología política. Esa doctrina o esa ideología pueden ser delirante, como en el caso del nazismo; pero hay que formarla y propagarla. En algunas ocasiones la doctrina o ideología fue predicada antes de que se formara la fuerza que iba a ponerla en ejecución, pero el Pentagonismo no estaba en ese caso; el Pentagonismo se organizó sin doctrina previa, como una excrecencia de la gran sociedad de masas y del capital sobredesarrollado.
Una vez creado el nuevo poder, ¿cómo usarlo sin una justificación?
Los Estados Unidos son una sociedad civilizada, con conocimiento y práctica de valores y hábitos morales. Al hallarse de buenas a primeras con un poder tan asombrosamente grande instalado en el centro mismo de su organización social y económica —y sin embargo fuera de su organización legal y de sus tradiciones políticas—, los jefes del país tuvieron que hacer un esfuerzo para justificar su uso. Ya se sabía, por la experiencia de las dos guerras mundiales de este siglo, que cuando el país ponía en acción grandes ejércitos la economía se expandía y el dinero se ganaba a mares. El gran ejército había sido establecido y había que ponerlo en acción. Era necesario nada más elaborar una doctrina, un cuerpo de ideas falsas o legítimas, que justificara ante el pueblo norteamericano y ante el mundo la existencia y la actividad extranacional de ese gran ejército.
Ya no era posible hablarle a la Humanidad de fuerzas ofensivas o agresivas. Desde el asiático más pobre y el africano más ignorante hasta el californiano más rico, todo el mundo sabía —después de la guerra de 1939-1945— que cualquier agresión militar, sobre todo si partía de un país poderoso y se dirigía contra uno más débil, era un crimen imperdonable, todo el mundo sabía que los jerarcas nazis habían terminado en la horca de Núremberg debido a que la guerra de agresión quedó catalogada entre los delitos que se castigan con la última pena, y que esta innovación jurídica había sido incorporada al derecho internacional. Había que inventar algo completamente opuesto a las guerras de agresión u ofensivas. Y como lo contrario de ofender es defenderse, la doctrina del Pentagonismo tenía que elaborarse alrededor de este último concepto. Si los Estados Unidos iban a una guerra en cualquier parte del mundo, y especialmente contra un país débil; o si usaban sus ejércitos como un instrumento de terror internacional, sería para defender a los Estados Unidos, no para agredir al otro país. Se requería, pues, establecer la doctrina de la guerra defensiva realizada en el exterior.  Pero había un conflicto intelectual y de conciencia que debía ser resuelto de alguna manera. Una nación hace una guerra defensiva para defenderse de un enemigo que ataca su territorio, y jamás se conoció otro tipo de guerra defensiva.  ¿Cómo convertir en guerra defensiva la acción opuesta? ¿Cómo era posible trastrocar totalmente los conceptos y hacerles creer al pueblo americano y a los demás pueblos del mundo que defensa quería decir agresión y agresión quería decir defensa?
Al parecer el conflicto no tenía salida, y sin embargo el Pentagonismo halló la salida. La doctrina que justificaría el uso de los ejércitos pentagonistas en cualquier parte de la Tierra, por alejada que estuviera de los Estados Unidos, iba a llamarse la de las guerras subversivas. Esta vino a ser la doctrina del Pentagonismo.
¿Cuál es la sustancia de esa doctrina y cómo opera el método para aplicarla?
La sustancia es bien simple: toda pretensión de cambios revolucionarios en cualquier lugar del mundo es contraria a los intereses de los Estados Unidos; equivale a una guerra de subversión contra el orden norteamericano y en consecuencia es una guerra de agresión contra los Estados Unidos que debe ser respondida con el poderío militar del país, igual que si se tratara de una invasión armada extranjera al territorio nacional.
Hasta hace pocos años esa doctrina se llamaba simplemente el derecho del más fuerte a aplastar al más débil; era la vieja ley de la selva, la misma que aplica en la jungla del Asia el tigre sanguinario al tímido ciervo; había estado en ejercicio es de los días más remotos del género humano en todos aquellos sitios donde el hombre se conservaba en estado salvaje y parecía increíble que alguien tratara de resucitarla en una era civilizada. Pero a los pentagonistas les gustó tanto —debido a que era imposible inventar otra— que quisieron honrarla dándole el nombre de uno de sus bienhechores, y la llamaron doctrina Johnson.
El método para aplicar la nueva ley de la selva o doctrina de las guerras subversivas o doctrina Johnson es tan simple como su sustancia, y también tan primitivo. Consiste en que el gobierno de los Estados Unidos tiene el derecho de calificar todo conflicto armado, lo mismo si es entre dos países que si es dentro de los límites de un país, y a él le toca determinar si se trata o no se trata de una guerra subversiva. La calificación se hace sin oír a las partes, por decisión unilateral y solitaria de los Estados Unidos. Como ya hay precedentes  establecidos, sabemos que una guerra subversiva —equivalente a una
agresión armada al territorio norteamericano— puede ser una revolución que se hace en la República Dominicana para restablecer el régimen democrático y liquidar treinta y cinco años de hábitos criminales o puede ser la guerra del Vietcong que se hace para establecer en Vietnam del Sur un gobierno
comunista. Guerra subversiva es, en fin, todo lo que el Pentagonismo halle bueno para justificar el uso de los ejércitos en otro país.
Cuando Fidel Castro declaró que Cuba había pasado a ser un país socialista el Pentagonismo era ya una fuerza respetable, pero no era todavía un poder con la coherencia necesaria para imponerse a su propio gobierno. Aun después de haber alcanzado la coherencia que le faltaba, necesitaba una doctrina que le proporcionara el impulso moral para actuar. El presidente Kennedy titubeó en el caso de Bahía de Cochinos porque no tenía una doctrina en que apoyarse, y tal vez se descubra algún día que ese titubeo colocó al gobierno de Kennedy —es decir al poder civil del país— en una situación de inferioridad frente al poder pentagonista que fue decisiva para los destinos norteamericanos. No se conocen pruebas documentales de lo que vamos a decir, pero cuando se dedica atención al proceso de integración del Pentagonismo se intuye que su hora determinante, la de su fortalecimiento, está entre Bahía de Cochinos y el golpe militar que le costó el poder y la vida a Ngo Dinh Diem.
Es fácil darse cuenta de que al elaborar la llamada doctrina de las guerras subversivas estaba pensándose en Vietnam, pero tal vez más en Cuba y en Bahía de Cochinos. La idea de que Fidel Castro se dedicaba a organizar guerrillas en la América Latina y que algún día habría que invadir Cuba para eliminar a Fidel Castro palpita en el fondo de ese engendro denominado doctrina de las guerras subversivas. La verdad es que Cuba comunista hizo perder el juicio a los Estados Unidos; llevó a todo el país a un estado de pánico inexplicable en una nación con tanto poder, y ese pánico resultó un factor importante a la hora de crear la justificación doctrinal del Pentagonismo.
Los actos de los pueblos, como los actos de los hombres, son reflejos de sus actitudes. Pero sucede que la naturaleza social es dinámica, no estática, de donde resulta que todo acto provoca una respuesta o provoca otros actos que lo refuercen. Ningún acto, pues, puede mantenerse aislado. Así, la cadena de actos que van derivándose del acto principal acaba modificando la actitud del que ejerció el primero y del que ejecuta los actos-respuestas. Esa modificación puede llevar a muchos puntos, según sea el carácter —personal, social o nacional— del que actúa y según sean sus circunstancias íntimas o externas en el momento de actuar.
El pánico al comunismo cubano provocó en los Estados Unidos cambios serios en su actitud mental. En el primer momento decidieron intervenir en Cuba secretamente, a fin de no violar en forma abierta su política de no intervención, y  para eso se valieron de la CIA. Pero un régimen de libertades públicas no puede actuar en secreto, y además Castro respondió a esas actividades secretas con fusilamientos públicos de los agentes enviados a Cuba, de manera que las actividades ocultas acabaron siendo conocidas en el mundo entero. Cogidos en el delito e incapacitados para enfrentarse con su miedo irracional al comunismo cubano, los Estados Unidos se convirtieron en un país de suspicaces, y acabaron creyendo que todo cambio político, en cualquier parte del mundo, era en fin de cuentas un cambio hacia el comunismo. Puesto que así había sucedido  en Cuba, así sucedería en otros lugares.
Del miedo al comunismo y de su fracaso en Bahía de Cochinos, los norteamericanos pasaron a temer a cualquier cambio en cualquier sitio, y de este temor pasaron a vigilar el mundo. En suma, el final de la madeja de nuevas actitudes y de actos derivados de esas nuevas actitudes tenía que ser —y fue— que los Estados Unidos terminaran pensando que debían convertirse en la policía del mundo.
¿Pero qué clase de policía? ¿La que pone orden por mandato de la ley, donde los ciudadanos desordenan, o la que persigue ideas y actividades políticas que se consideran peligrosas para la sociedad; es decir, lo que en todas partes se llama policía política?
Los Estados Unidos se dedicaron a ser la policía política del mundo; y esa tenía que ser la derivación natural de la llamada doctrina de las guerras subversivaspuesto que la palabra subversiva tiene una clara implicación política; describe el esfuerzo que se hace para cambiar un orden político, una forma de Estado o un gobierno.
En un país capitalista las ideas y las actividades políticas peligrosas para la sociedad son, lógicamente, las comunistas, ya que ellas están dirigidas a cambiar el orden económico, social y político, la forma del Estado y el sistema de gobierno.  Pero en un país comunista las ideas y las actividades políticas peligrosas son las capitalistas, porque se dirigen a restablecer el orden económico, social y político que fue derribado y sustituido por el comunismo. De manera que a la hora de actuar como policía política del mundo el país pentagonista tiene por delante una tarea difícil, porque no puede ser al mismo  tiempo policía política para impedir cambios en el mundo capitalista y para impedirlos en el mundo comunista; debe
conformarse, pues, con ser policía política en el mundo capitalista. Y efectivamente, los Estados Unidos son la policía política del mundo capitalista.
Ahora bien, ¿qué cuerpo ejerce esa labor de policía política  mundial?
Algunos pensarán que es la CIA; pero no es la CIA. Esa agencia husmea las novedades, se entera de donde hay posibilidades de que estalle un movimiento revolucionario, y nada más. La labor policial propiamente está a cargo de las fuerzas armadas norteamericanas. Esta no es una afirmación caprichosa. Lo dice el Pentágono en el libro Guerrilla Warfare and Special Forces Operations (FM 31-21). Desde las primeras páginas, ese candoroso documento pone en evidencia el poder pentagonista como fuerza que actúa siguiendo un plan propio. Así, declara en la “Introducción” que “la guerra de guerrillas es una responsabilidad del ejército de los Estados Unidos” y que “dentro de ciertas áreas geográficas señaladas —llamadas áreas de operaciones guerrilleras— el ejército de los Estados Unidos tiene la responsabilidad de dirigir los tres campos de actividad que se relacionan entre sí en la medida en que afecten las operaciones de guerra de guerillas” Ahora bien, ¿por qué esa es una responsabilidad del ejército de los Estados Unidos?  No se sabe. El libro Guerrilla Warfare… dice sólo que “la responsabilidad para algunas de esas actividades ha sido delegada”,y da a entender que la delegación ha sido hecha por algún poder superior y que tal delegación significa que los Estados Unidos son los encargados del asunto. ¿Dónde, en qué parte del mundo? Tampoco se dice, y desde luego se entiende que en cualquier parte de la Tierra.
Las páginas que tienen valor político en ese libro alusivo y a la vez peligroso aparecen en su lengua  original y traducidas al español en el Apéndice I. Recomendamos que se lean cuidadosamente. Al leerlas, el lector quedará confundido y creerá que en esas páginas hay bastante oscuridad o que faltan párrafos, y pensará que con esa falta se pierde el sentido de lo que se quiso decir. Efectivamente, hay bastante oscuridad. Pero se trata de una oscuridad elaborada cuidadosamente. Por momentos Guerrilla Warfare… parece una navaja de dos filos, y al lector le resulta difícil darse cuenta de si el libro fue escrito para enseñar a combatir actividades guerrilleras anti-americanas o para enseñar a dirigir guerrillas proamericanas. Esto se debe a que el manual fue escrito para servir los dos propósitos y el último no podía ser expresado abiertamente. Es posible que cuando se escribió se estuviera pensando en organizar guerrillas proamericanas en algún país; quizá en la América Latina; tal vez en la Cuba de Fidel Castro. En todo caso, la conclusión que va a sacar el lector es que Guerrilla Warfare… es un libro altamente subversivo. En apariencia  fue redactado para enfrentarse a guerras que los Estados Unidos consideraban —o podían considerar— dentro de lo que ellos califican como subversivas, esto es, peligrosas para sus intereses. Pero la verdad es que ese libro se escribió para organizar la subversión en otros países. En este sentido, Guerrilla Warfare… es un documento de valor inapreciable. Un país que mantiene en sus fuerzas armadas una organización destinada a subvertir el orden político en otras naciones debería  ser considerado como una amenaza para la paz del mundo.
Como los que elaboraron el manual sabían que se corría el riesgo de que hubiera acusaciones internacionales, sostenidas por otros gobiernos, basadas en Guerrilla Warfare… —que es un documento oficial— procedieron a redactarlo con esa oscuridad que resulta al fin tan luminosa para conocer la intimidad del pentagonismo. Como manual para instruir oficiales y seguramente miembros de todos los niveles de las llamadas fuerzas especiales, el libro parte de un principio básico: los Estados Unidos tienen derecho a intervenir en cualquier país del mundo, o para combatir guerrillas o para organizar guerrillas.
En ningún  párrafo de Guerrilla Warfare… se pone en duda la legitimidad del derecho de intervención. Los oficiales, las clases y los soldados educados con él creerán siempre, ciegamente, que están actuando dentro de la más rigurosa ley internacional y que van a salvar a otros pueblos amenazados por un enemigo feroz.
Cuando el libro fue redactado no se soñaba con una revolución en la República Dominicana ni con el incidente del Golfo de Tonkín. El presidente Kennedy había tomado el poder ese año y probablemente ni siquiera llegó a sospechar
nunca que bajo su gobierno se había compuesto y editado un libro como Guerrilla Warfare… Guerrilla Warfare… es, evidentemente, parte importante de un programa que se adoptó para organizar un cuerpo de policía política mundial. Mediante el uso de esa policía el pentagonismo pretende impedir cambios en la porción capitalista de la Tierra.  Pero sucede que esa porción capitalista de la Tierra está compuesta por pueblos ricos y pueblo pobres, por pueblos sobredesarrollados, desarrollados y sin desarrollo alguno; por pueblos que viven al nivel de la gran sociedad de masas, como los propios Estados Unidos, y al nivel de la tribu, como varios de África. La pretensión de mantener inmóvil a ese conglomerado de contradicciones sólo puede caber en una cabeza delirante. Y efectivamente, el pentagonismo y su doctrina de las guerras subversivas son productos delirantes de gentes que han perdido al mismo tiempo el sentido de las proporciones y la conciencia  moral.
A los nazis les sucedió eso y su final fue catastrófico. Desde luego, en el campo político hay una relación estrecha entre el sentido de las proporciones y la conciencia moral, y si se pierde el primero la segunda queda afectada. Casi siempre ocurre lo opuesto, que el sentido de las proporciones se pierde porque antes se había perdido la conciencia moral. Por otra parte, el afán de lucro en cantidades tan fabulosas como las que se ganan en los negocios pentagonistas conduce necesariamente a la pérdida del sentido de las proporciones. Parece natural, pues, que el pentagonismo haya producido esos  efectos y sin duda hubiera sido contrario al orden de la naturaleza que no los hubiera producido. Todo poder se convierte en origen de transformaciones, o lo que es lo mismo, todo poder tiene efectos en el medio en que actúa, y el Pentagonismo no podía ser una excepción.
Ahora bien, lo que no parece lógico es que esos efectos lleguen a ciertos límites. Hay apariencias que todo gran país debe mantener. Poner al presidente de los Estados Unidos a decir mentiras es degradar el país ante el mundo, y eso ha hecho el pentagonismo; poner a los más altos funcionarios de la nación a decir hoy lo contrario de lo que dijeron ayer es colocar al Gobierno en una posición ridícula y de mal gusto, y eso lo hace constantemente el Pentagonismo.
Durante la intervención pentagonista en la República Dominicana se puso al presidente Johnson en la situación más penosa que ha tenido ningún jefe de Estado en muchos años. Se le hizo decir, primero, que estaba desembarcando el  28 de abril (1965) un número limitado de tropas para proteger la vida de los ciudadanos norteamericanos, y tres días después entraban en la ciudad de Santo Domingo miles de hombres de la infantería de marina de los Estados Unidos  con equipo tan pesado como el que se llevó al desembarco de Normandía; se le hizo decir que disparos de francotiradores estaban entrando en el despacho del embajador norteamericano en Santo Domingo y que las balas cruzaban por encima de la cabeza del embajador en el momento mismo en que hablaba con el señor Johnson, y resultaba que dada la situación del despacho del embajador eso era físicamente imposible aun en el caso de que alguien estuviera disparando sobre la embajada, cosa que no ocurrió en ningún momento; se le hizo decir que en las calles de la capital dominicana había miles de cuerpos decapitados y que las cabezas de esos cuerpos eran paseadas en puntas de lanzas, y nadie pudo presentar siquiera la fotografía de una cabeza cortada; se le hizo decir que la revolución era comunista y luego se presentó una lista de 51 comunistas dominicanos, lo que provocó una risotada en todo el mundo.
Pero de todos modos, y a pesar de lo lamentable que resultaba el espectáculo de oír al presidente del país más poderoso de la Tierra diciendo cosas que los periodistas de ese mismo país que se hallaban en el teatro de los acontecimientos tenían que desmentir en el acto, había algo más serio que lamentar, y era la violación abierta y sin pudor de compromisos que los Estados Unidos habían contraído, en la mayor parte de las veces por inspiración suya y después de haber luchado largamente para convencer a las demás partes; se trataba de pactos que el gobierno norteamericano había propuesto a los demás gobiernos de la América Latina, que él había elaborado, discutido, aprobado y que por último estaban incorporados a las leyes norteamericanas porque habían sido aprobados por el Congreso federal.
Todo eso lo hizo el Pentagonismo sin denunciar previamente esos pactos, con lo que estableció un nuevo precedente.
Es más, todavía los Estados Unidos siguen manteniendo esos pactos, como si no hubiera pasado nada, y la Organización de Estados Americanos —la OEA—, que fue el órgano producido para tales pactos, sigue funcionando, también como si no hubiera pasado nada.  Esto sólo podía hacerse —y se hizo— después de haberse perdido la conciencia moral, y como la conciencia moral está vinculada al sentido de las proporciones, éste faltó también cuando se lanzó sobre la pequeña, inerme República dominicana un poderío militar más grande que el que en ese mismo momento —finales de abril del 1965— tenía el Pentagonismo en Vietnam del Sur.  Se ha querido presentar la historia de la intervención norteamericana en la República Dominicana como un modelo de acción internacional bienhechora; pero la historia es muy diferente; es una dolorosa historia de abusos, de asesinatos y de terror que se ha mantenido silenciada mediante el control mundial de las noticias. Bastarán unos pocos datos para que se entrevea la verdad: desde las 9 de la mañana del 15 de junio de 1965 hasta las 10 de la mañana del día siguiente, sin una hora de descanso ni de día ni de noche, la ciudad de Santo Domingo fue bombardeada por las fuerzas de ocupación de los Estados Unidos. En esas 25 horas de bombardeo los hospitales no daban abasto para atender a los cuerpos desgarrados por los morteros pentagonistas.
Hasta ahora no se ha dicho la verdad sobre el caso dominicano, pero se dirá a su tiempo. El pentagonismo ha hecho circular su verdad y cree que eso basta. Pero lo cierto es que la intervención en la República Dominicana es un episodio que todavía no se ha liquidado. Ese abuso de poder tendrá consecuencias en la América Latina y en la propia República Dominicana, y esas consecuencias obligarán a los Estados Unidos a actuar en forma más descabellada que en abril de 1965. Sin embargo, como cada hecho produce un efecto relacionado
a su magnitud, es en la intervención de los Estados Unidos en Vietnam, mucho más amplia y cruda que en la República Dominicana, donde podemos hallar la medida de lo que ha sucedido en el país pentagonista en términos de conciencia moral.
En Vietnam se ha recurrido a todas las formas de matanza y destrucción en masa para aterrorizar a los combatientes del Vietcong y a los gobernantes del Vietnam del Norte. ¿Y por qué se les quiere aterrorizar? Los personajes políticos, los periodistas y los comentaristas norteamericanos lo han dicho varias veces: para obligar a Ho Chi Minh a sentarse ante una mesa de conferencias, es decir, para forzarle a negociar. La frase se ha repetido tanto que se ha hecho usual en los Estados Unidos.
¿Puede concebirse una expresión que denuncie más claramente la falta de conciencia moral? ¿Es que los personajes, los funcionarios, los comentaristas de los Estados Unidos no alcanzan a darse cuenta de lo que están diciendo? ¿Es que para ellos se ha vuelto moral el uso del terror para alcanzar fines políticos? ¿Qué diría uno de los señores que se expresan tan a la ligera si en su propio hogar se presentara un hombre armado de ametralladora y matara a uno de sus hijos para infundir miedo en el resto de la familia y obligarla a hacer lo que se propone el asaltante?
Pues bien, en principio no hay diferencia entre lo que hacen y dicen los funcionarios pentagonistas para justificar el bombardeo de Vietnam del Norte y lo que haría el bandido que asaltara una casa y diera muerte a un niño para obtener lo que busca.
Supongamos que los Estados Unidos tienen razón cuando se atribuyen el papel de policía del mundo; supongamos que dicen la verdad cuando aseguran que ellos están combatiendo en Vietnam sólo para evitar que el Sur de ese país sea agredido por el Norte; supongamos, pues, que hay coherencia entre el papel de policía del mundo que desempeñan los norteamericanos y los bombardeos de Vietnam del Norte, es decir, que ellos persiguen en Vietnam del Norte a varios criminales que han cometido crímenes en Vietnam del Sur. Pues bien, aun si aceptamos todas esas falsedades nos quedan por hacer algunas preguntas.   ¿Tiene la policía derecho a penetrar en una casa donde se ha refugiado un criminal y dar muerte a los niños de esa casa para obligar al criminal a rendirse? ¿Puede hacer eso la policía aun en el caso de que los niños muertos sean los hijos del criminal perseguido? ¿Qué diría el ciudadano promedio de New York si la policía de esa ciudad actuara en esa forma?
¿Lo encontraría justo, razonable, lógico; le parecería moral? Debe hallarlo moral, puesto que eso es lo que su gobierno está haciendo en Vietnam.
De la falta de conciencia moral a la corrupción intelectual no hay distancias. El catálogo de las falsedades que se dicen en los documentos oficiales norteamericanos para justificar la intervención en Vietnam y los bombardeos a ciudades abiertas de Vietnam del Norte es ya grande. Hoy se afirma algo mañana se desmiente, y los funcionarios ni siquiera tratan de justificar esas contradicciones. Al mismo tiempo que se ha hecho un hábito mentir oficialmente, se ha establecido todo un aparato para desacreditar a las instituciones y a los hombres que no se someten al pentagonismo y para enaltecer a los que le sirven. En esta tarea se sigue un método ya probado: se dice una mentira que será luego repetida por “liberales” conocidos, de manera que a poco la mentira queda convertida en verdad propagada por los supuestos abanderados de la verdad.
En esto, los difamadores del pentagonismo han mejorado las enseñanzas del maestro Goebbels. La doctrina del pentagonismo es deleznable, pero la moral pentagonista no tiene nada que envidiarle.
El ex embajador de los Estados Unidos ante mi gobierno, John Bartlow
Martin, elaboró uno de esos documentos de encargo para justificar la intervención
de su país en la República Dominicana sobre la base de que yo era un
loco que vivía lleno de miedo.

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