La soledad dentro y fuera del poder

Por su importancia histórica, Listín Diario reproduce en su sección Ventana este ensayo cuya vigencia es permanente en el contexto del pensamiento social de América Latina


Leonte Brea
Santo Domingo

Existe una diferencia notable entre la soledad del poder y la ocasionada por la pérdida del mismo. La primera es el resultado de una falta de contacto con el mundo externo, pues la visión que recibe el poderoso –del grupo con el cual compara su concepción de la realidad –, es una imagen de espejo o especular.

Es decir, es un reflejo de lo que él mismo o el grupo de poder ha definido o construido como realidad. Ese espacio político deviene, pues, en una forma de autismo perceptual o de rebote complaciente y justificante de las ideas y percepciones de los que controlan algún tipo de poder.

Los miembros del grupo con el que el líder compara sus ideas sobre la realidad funcionan como seductores precavidos que procuran, a través de valoraciones y operaciones defensivas de la definición institucional, mantener su favor y evitar caer en desgracia. Se comportan de esa manera, porque en estos escenarios el temor a contradecir al máximo dirigente es tan frecuente como es la tendencia de este último a castigar cualquier planteamiento o acción que pudiera desmitificarlo, empañar su imagen o fracturar la visión orgánica del grupo dominante. En casos como éstos, el supremo –y hasta su círculo de dirigentes– queda sin posibilidad de aprehender trozos importantes de la realidad. Sobre todo, aquellos que puedan contradecir aspectos medulares de la definición institucional.

Esta necesidad de retraimiento se acrecienta, además, porque el político sabe, por experiencia, que en los procesos de poder no existe fidelidad duradera ni amistad a toda prueba, y que las personas que lo rodean tienen sus propios intereses que defender.

Por esta razón, no les confía la mayor parte de sus ideas y proyectos, algunas de sus preocupaciones y muchas de sus vacilaciones.

Es consciente que tal transparencia puede ser vista como debilidad, y que esta percepción puede desencadenar algunas de las bajas pasiones tan comunes en esos escenarios; y, además, porque entiende que estas informaciones pueden utilizarse en su contra cuando convenga a los intereses de aquellos que, en determinados momentos, fungieron como importantes colaboradores.

Esto, desde luego, le impide, ofrecer a su estado mayor información y demandarle retroalimentación sobre muchos aspectos de los procesos de poder.

La soledad producida por la pérdida de poder es dramática. Trágica, en ocasiones. Constituye la condensación de muchos miedos. Los de los dirigentes caídos de la cima del poder. Miedos que se ensanchan en la medida en que su indefensión se agiganta por la soberbia triunfante del vencedor, por la irritación de los que se resintieron con su poder y por las cacerías mediáticas espectaculares.

Esto no para ahí, pues también aparece la deserción de muchos de sus seguidores que, a consecuencia de su desgracia, terminan por sentirse solos, desprotegidos y despreciados por algunos sectores de la población.

La soledad del despoder se amplía por las persecuciones y agresiones que llevan a cabo las nuevas autoridades contra el poder saliente. Persecuciones imprescindibles para que dichas autoridades puedan crear, en los momentos iniciales de la toma del poder, un clima de irritación emocional en la población contra el poder saliente, de solidaridad con el entrante y de miedo persecutorio en los que lo detentaron, a fin de mantenerlos a la defensiva, inhibidos, aislados y sin posibilidad de utilizar los residuos de poder y lealtades que pudieran quedarles. Pero también para decapitar al grupo opositor de sus principales dirigentes y así impedirle el regreso al poder, legitimar las nuevas acciones y ganar el tiempo suficiente para organizar los nuevos aparatos del gobierno.

Ese clima emocional tan amenazante, deprimente, acompañante habitual de los derrotados, es determinante para transformar radicalmente la percepción social que podría tenerse de ellos, es decir, de redentores populares o representantes legítimos de la autoridad a culpables de todos los males sociales. Esa atmósfera de exaltación emocional, vivida catastróficamente por sus colaboradores y simpatizantes, es la que propicia en éstos el retorno de sus miedos arcaicos y el presentimiento constante de peligros difusos. La conjugación de estas emociones tan traumáticas por la pérdida de la seguridad que les proporcionaba el líder o los dirigentes desplazados, es lo que los lleva, primero, a dudar de la fortaleza de sus antiguos dirigentes, luego, a su negación, posteriormente, a su culpabilización y finalmente a la búsqueda de un sustituto, es decir, de un nuevo padre protector.

El retiro de la lealtad y la confianza de los seguidores a los líderes derrotados, su satanización y la búsqueda de un sustituto redentor fueron problemáticas abordadas por Maquiavelo, Weber, Bion y Adorno. La explicación que nos ofrece Maquiavelo de estos comportamientos es paradigmática. Los atribuye al carácter mezquino de la naturaleza humana. La considera ingrata, egoísta, codiciosa, voluble, hipócrita y con marcada tendencia a evitar situaciones peligrosas. Esa concepción tan pesimista del hombre es la que lleva al pensador italiano a afirmar: “mientras les favoreces, son completamente tuyos y te ofrecen su sangre, sus haciendas, su vida y hasta sus hijos…. cuando la necesidad está lejos, pero si se acerca, se te vuelven”

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