YARINI, EL REY DE LOS CHULOS CUBANOS
La escritora y editora Dulcila Cañizares es la autora de «San Isidro, 1910; Alberto Yarini y su época», una investigación que le llevó más de 30 años de trabajo, y que la convierten en su más acuciosa biógrafa. Ella lo describe como un hombre de cinco pies y seis pulgadas de estatura y 60 kilogramos de peso. Siempre perfumado y bien trajeado. Hablaba pausadamente y en voz baja. Había estudiado en EE.UU. y dominaba el inglés a la perfección. Un hombre educado que tenía a su favor un ámbito familiar distinguido. Sabía escuchar a los que lo superaban en edad y en jerarquía. Todo sonrisas y gestos refinados con las damas cuando se encontraba en el mundo social, político y familiar, pero en su imperio de chulos y prostitutas, matones y gente de mal vivir, era el guapo al que había que hablarle por lo bajo y rendirle pleitesías y respeto.
A partir de este libro, el periodista Ciro Bianchi, recrea la personalidad y algunos sucesos de la vida del mítico personaje: Era Yarini, sigue diciendo Dulcila, un hombre bastante metódico en su vida cotidiana. Se levantaba tarde y desayunaba invariablemente en su casa. Luego, sacaba a pasear a sus perros. Hacía un recorrido habitual. Bajaba por Paula hasta Picota, doblaba a la derecha y caminaba hasta San Isidro para llegar a la fonda El Cuba. Allí se encontraba con su amigo Pepito Basterrechea y bebía un trago de ginebra, un mojito criollo o una copa de coñac. Después los dos amigos continuaban por San Isidro abajo hasta Compostela. En el bar de esa esquina bebía ron o cerveza y se limpiaba los zapatos. En su casa de la calle Paula vivían, en perfecta armonía, Elena Morales, una mulata en la flor de sus 22 años, Celia Martínez, una mestiza preciosa, y La Petite Berthe, la francesa por la que lo mataron. Con el chulo en la cabecera, las tres se sentaban a su mesa en un orden que corría desde la izquierda. Sabían que la que ocupara la silla colocada a la derecha de Yarini sería la elegida de la noche.
A veces salía del barrio. Gustaba de los paseos en automóvil hasta la playa de Marianao o la Víbora. Lo normal era que tomara un auto de alquiler en el Parque Central para dirigirse al Palais Royal, un salón con barra y piano ubicado en la calle Marina, donde está ahora el edificio Carreño. Frecuentaba asimismo el salón Manzanares, en Carlos III e Infanta, sitio de bailes públicos, o iba a bailar al Círculo de Artesanos de Santiago de las Vegas, o a La Verbena, en 41 y 30, en Marianao. Visitaba también el café Vista Alegre, en Belascoaín entre San Lázaro y Malecón, donde Sindo Garay compuso una canción para él. Se titula Nada temas, la vida te sonríe. Degustaba refrescos de cebada en Egido y Gloria. Y gustaba de la ópera y el teatro.
Había una guajirita que lo asediaba. Yarini se le escondía porque suponía que era virgen y él, decía, «no desgraciaba a ninguna mujer». Jamás tuvo amores con sirvientas ni costureras. Buscaba siempre entre las mujeres del gran mundo, con preferencia entre las esposas de los comerciantes y hombres acaudalados y «les rayaba la pintura».
Monedas y palmadas
El barrio de San Isidro era en la época la zona de tolerancia por excelencia de La Habana. Dentro de aquellos cuchitriles donde se comerciaba el sexo, apunta Dulcila Cañizares, las preferidas casi siempre eran las francesas porque, mejor vestidas y perfumadas, menos vulgares y groseras, introdujeron modalidades desconocidas en la prostitución cubana. En lugar de la cohabitación habitual, practicaban el sexo oral, lo que les permitía abreviar el «trabajo», y, con el tiempo mejor aprovechado, hacer mayor el número de clientes que atendían por noche. Las había italianas, austriacas, canadienses, belgas, suizas… pero para los cubanos todas eran francesas.
Yarini controlaba a una buena cantidad de prostitutas que trabajaban para él en diversas accesorias. Tenía un burdel de su propiedad, en Picota entre Luz y Acosta, y otro más, del que era copropietario y donde ejercían no menos de diez mujeres.
Por las calles de San Isidro se regodeaba Yarini con aires de caballero intachable. Regalaba monedas a los chiquillos y sabía premiar con una palmada en el hombro a los que lo adulaban. Los souteneurs extranjeros eran sus enemigos y sabía que debía cuidarse de ellos. Pero Yarini andaba solo, sin guardaespaldas ni protección alguna.
Insidias e intrigas
Louis Letot, uno de los chulos franceses de la zona, trajo un día de Francia a la mujer más bella que se había visto jamás en San Isidro. Estaba orgulloso de la hermosura de aquella mujer, a la que por su pequeña estatura llamaban La Petite Berthe, y la hizo su amante, aunque tenía una concubina principal, Jennie Fontaine, que ejercía la prostitución en la calle San Isidro y compartía su casa de la calle Desamparados. Letot tenía 28 años, seis pies de estatura y 78 kilogramos. Pelo castaño. Cuidado bigote.
Un día Berthe reparó en Yarini. Era más apuesto que Letot, más influyente, más respetado, más rico. Se sintió atraída. Yarini la aceptó. Eso ocurrió cuando Letot se encontraba de nuevo fuera del país. Cuando regresó, el ambiente de San Isidro estaba caldeado. Los chulos extranjeros lucían agresivos y molestos; no podían admitir que la francesa se hubiera pasado al bando de los cubanos y fuera pertenencia de Yarini.
Este fue al encuentro de Letot y le explicó lo que había sucedido. Letot aceptó los hechos y la cosa pareció terminar ahí. Pero los chulos foráneos, con insidias e intrigas, incitaban a Letot a tomar venganza. Comenzaron una guerra sorda contra los chulos cubanos. El asunto se agravó cuando Yarini se personó en la casa de Letot y exigió que le entregase la ropa de Berthe, si no quería que lo matara a puñaladas. Letot se la entregó y no volvió a dirigirle la palabra.
A Letot siguieron dándole cuerda: debía acabar con Yarini. Varios chulos franceses se ofrecieron para ayudarlo. En la mañana del 21 de noviembre de 1910 se levantó con el presentimiento de que no tendría un buen día. Pero no podía dejar de enfrentar a Yarini, porque sus amigos no perdonaban un paso en falso si de hombría se trataba. Salió de su casa sobre las cinco de la tarde. Caminó por la calle Habana hasta el Club de los Franceses, en Velazco esquina a Desamparados, y trazó el plan en compañía de algunos amigos. Se apostarían en la calle y en las azoteas de las casas de enfrente de la accesoria de Yarini donde ejercía Berthe. Se le enviaría recado a Yarini para que acudiera al lugar con cualquier pretexto, y al salir de la accesoria sería acribillado a balazos. Ese sería el final de Yarini y de los chulos cubanos que, al faltarles el jefe, se batirían en retirada. Entre copa y copa, Letot se fue envalentonando. Salió del Club, siguió bebiendo en el Café de Víctor, en Habana esquina a San Isidro, y luego fue a comer a su casa. Se dirigió a la calle Compostela y dobló en dirección a San Isidro. Sus amigos, cumpliendo su promesa, estaban convenientemente apostados.
Hacia la muerte
Mientras tanto, Yarini, sacado de su casa mediante un extraño recado, doblaba por Picota hacia San Isidro y por la acera de la izquierda avanzaba hacia la accesoria situada entre Compostela y Habana. Al pasar Compostela se le unió Basterrechea. Llegaron a la accesoria donde ejercía Berthe, pero que esa noche ocupaba Elena Morales. Cuando Yarini y Basterrechea salían a la calle, Elena se les anticipó y advirtió a Letot, revólver en mano, de pie, frente a la entrada principal de la casa. Al ver a Yarini, el francés comenzó a disparar y una lluvia de balas caía desde las azoteas de las casas de enfrente, donde se habían apostado no menos de ocho de los amigos de Letot. Yarini sacó su revólver, pero no tuvo tiempo de defenderse. Detrás venía, revólver en mano, Basterrechea, que disparó sobre Letot y lo hirió mortalmente en el centro de la frente.
Prosiguió el tiroteo. Basterrechea, al ver a Yarini herido y constatar que la Policía se acercaba, arrojó su arma y se dio a la fuga. Jennie Fontaine corrió hacia el cuerpo inerte de Letot y se abrazó a él. Recogió su revólver y lo desapareció para siempre. Yarini, todavía vivo, yacía en la acera. Una de sus concubinas lo abrazó llorando. La sangre, incontenible, manaba de su vientre.
En un coche lo llevaron hasta la Estación de Policía de la calle Paula. De allí, en ambulancia, al antiguo Hospital de Emergencias. Los franceses apostados en las azoteas huyeron por los tejados. Basterrechea fue detenido. Varios de los extranjeros implicados fueron detenidos después. Los amigos de Yarini juraron venganza.
El entierro
A las 10:30 de la noche del 22 de noviembre fallecía Alberto Yarini. Entró en agonía sobre las diez y la noticia corrió por la ciudad. Al llegar los restos a su casa, en Galiano 116 (actual), había ya en la calle personas esperándolo. En torno al féretro, en la capilla mortuoria, montada por la funeraria Caballero, las guardias de honor se relevaban cada cinco minutos. Se calcula que unas diez mil personas desfilaron ante el cadáver para despedirlo.
El día 24, desde las ocho de la mañana, una multitud compacta esperaba la salida para el cementerio y colmaba la calle Galiano, desde Lagunas a Virtudes, y la calle Ánimas, desde San Nicolás hasta Blanco. A las 9:15 partió el cortejo. Lo encabezaba una carroza imperial tirada por cuatro parejas de caballos, y dotada de cuatro palafreneros, el cochero y un postillón. Seguía el coche con las coronas y detrás la banda de música de la Casa de Beneficencia. El sarcófago era transportado en hombros de seis amigos, que se turnaban por tramos. Detrás, el público cubría más de tres cuadras largas. La gente se agolpó en las aceras para verlo pasar. El cortejo salió por Galiano, buscó Reina y Carlos III y de ahí Zapata. Al llegar a Carlos III, en contra de la voluntad de los amigos más íntimos, se colocó el féretro dentro del coche fúnebre, mientas que la gente lo seguía a pie hasta el cementerio. Detrás avanzaban 200 coches vacíos, entre ellos el del Presidente de la República. Ocho vigilantes de caballería, que se relevaban de acuerdo con las demarcaciones correspondientes, acompañaban el entierro para garantizar el orden. Los encabezaban el mismo jefe de la Policía, brigadier Armando de la Riva, y sus más cercanos colaboradores.
Se celebró el juicio. Basterrechea, el amigo de Yarini, fue absuelto porque Yarini tuvo tiempo de confesarse como el autor de la muerte del francés. Quedaron también absueltos los chulos extranjeros que incitaron a Letot y fueron sus cómplices en el asesinato.
Tomado de Juventud Rebelde.
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