Palabras para Miguel Núñez, el pintor
Por DIÓMEDES NÚÑEZ POLANCO
Querido hermano:
Ese Juan Pablo Duarte que durante estos últimos ocho años te propusiste presentar entre libros, globos terráqueos, banderas dominicanas, con el cielo de azul y nubes como marco o como silueta; en realidad, no logro precisar si tú lo perseguiste o él te persiguió, durante los días y las noches; ese Juan Pablo que has pintado sentado, de pie, reflexivo, altivo, con los contornos definidos del líder de la primera gran epopeya independentista y liberadora del pueblo dominicano.
Ese hombre, ese adalid de hogueras que desde la fotografía que Próspero Rey le hiciera en Caracas, por insistencia de su hermana Rosa Duarte, apenas tres años antes de su partida definitiva a la patria de los justos, tú has recreado para la posteridad: es el pincel que más se acerca al perfil de su figura, es el jinete que penetra en las honduras del ensueño tras el vuelo de su cabalgadura.
Acojo, sin reservas, los juicios del crítico de arte español Juan Luis González García sobre la relación entre retrato y representación:
Si el fin del retrato era preservar la efigie de una persona para la posteridad, resultaba imprescindible hacerlo parecido al original y, dado el caso , intensificar esa relación de semejanza entre el retrato y su representación con la adición de textos y otros elementos identificadores, particularmente cuando había riesgo de que se perdiera la memoria del comitente o sus rasgos no estuviesen captados de manera fidedigna. (El rostro del renacimiento, 1ra. Edición, Museo Nacional del Prado, Madrid, 2008, p.125).
Desde la época del renacimiento, los límites del retrato siempre han estado en discusión por los diversos protagonistas del pensamiento, incluidos los propios pintores. (Ibid., p.130). Para César Antonio Molina, escritor y ex ministro de Cultura español,
el buen retrato trasciende la apariencia física, nos revela la esencia intima de las personas y suscita la reacción del espectador. (Ibid., p. 10)
Y es que has sido, Miguel, un artista de cuerpo y alma. Desde tus días de discípulo de Cándido Bidó, en su escuela de pintura en Bonao. Todo el periplo de los haberes artísticos de tu generación. Aún recuerdo aquella madrugada de 1987, en que llegaste al aeropuerto de Barajas, en Madrid. Inquieto, ansioso, te apresurabas por visitar el Museo del Prado. Eso me trasladó a la narración de José Martí de aquel viajero que llegó un día a Caracas, al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba a donde estaba la estatua de Bolívar.
De Madrid a Barcelona. Allá nos despedimos en la Estación, para seguir tu ruta en tren hacia París. Luego, museos de Nueva York, Bogotá y otras latitudes. Consciente, sin duda, de que sólo se logra el nivel profesional del oficio, consustanciando intensamente estudio, práctica, disciplina, reflexión
No es casual, Miguel, el interés que ha despertado tu pintura en diversos y amplios sectores. Sin importar los temas. Desde las ballerinas, la Ciudad Colonial, el impresionante paisaje nacional, sus montañas, campiñas, las marinas; las colecciones patrióticas, significativo mosaico del proceso histórico dominicano: Duarte, Sánchez, Mella, Luperón, Hostos, Salomé, Ercilia Pepín, Pedro Henríquez Ureña, generalísimo Gómez, Fernández Domínguez, las Hermanas Mirabal, Manolo, Bosch, Mir, Caamaño, Amaury Germán Aristy, Aída Cartagena, entre otros. Como expresiones sobresalientes de ese devenir, figuran las dos colecciones emblemáticas presentadas en el Congreso Nacional: Colección Centenario Juan Bosch (2009) y Colección Bicentenario Juan Pablo Duarte (2013).
Quise enviarte estas líneas, Miguel, con motivo de conmemorarse el 169 aniversario de la fundación de la República Dominicana, el pasado 27 de febrero, así como el 50 aniversario del estreno de la democracia en nuestro país, con la juramentación de Juan Bosch como presidente de la República en 1963. Y Juan Pablo Duarte como síntesis y símbolo de la dominicanidad, antorcha del porvenir.
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