Cuando los Ingleses ejecutaban a sus prisioneros de un "cañonazo".
Los británicos, en su papel de conquistadores de medio mundo durante siglos, siempre han tenido un extenso catálogo de métodos de ejecución para sofocar rebeliones y mantener la unidad del imperio. Y entre ellos destaca por su crudeza el conocido como “Blowing from guns”, un sistema de pena capital en el que la víctima solía atarse a la boca de un cañón para después dispararle a bocajarro.
Este método de ejecución se hizo famoso por usarse con profusión durante la rebelión india de 1857, también conocida como la “Rebelión de los Cipayos”. Debido a la forma sangrienta en que esta rebelión se inició, y la violencia indiscriminada desatada contra los europeos (por ejemplo, en la matanza de Kanpur, que incluyó la masacre de civiles), los británicos consideraban justificado el uso de similares tácticas para infundir venganza y, sobre todo, respeto.
Así explicaba George Carter Stent, un oficial perteneciente al Regimiento nº14 de Lanceros (también conocido como los “Lanceros de la Reina”) el procedimiento de ejecución en su obra sobre la contienda “Scraps from my Sabretache”:
“El prisionero generalmente se ata con la espalda apoyada en la boca del cañón. Cuando se dispara el arma, su cabeza sale disparada en el aire a unos 10 o 20 metros de altura, los brazos vuelan a derecha e izquierda y caen, quizás, a un centenar de metros de distancia, y las piernas se quedan en el suelo debajo de la boca del cañón (…) Todo lo que ves en el momento es una nube, como una tormenta de polvo compuesta por jirones de ropa, los músculos quemados, grasa volando y grumos de sangre coagulada. Aquí y allá, un estómago o una hígado van cayendo en una ducha apestosa”
Esta forma terrible de castigos aterrorizaba sin duda a la población nativa. Semejante muerte no sólo era un espectáculo espantoso para el resto de cipayos (los cipayos eran soldados indios que servían en el ejército bajo el mando de oficiales británicos), sino que además socavaba las doctrinas del hinduismo, pues al destrozar el cuerpo de un difunto la reencarnación resultaba casi imposible, condenándolo al desprecio divino, una venganza especialmente cruel. Esta represalia era conocida por los indios como “El viento del diablo”.
Los británicos, sin embargo, tenían una larga tradición antes de la rebelión de 1857 para ejecutar a los culpables de amotinamiento o deserción de esta manera. Según distintos historiadores, la tradición inglesa comenzó en 1760, cuando el gobierno examinó las modalidades de penas capitales en uso.
En los distritos de Bengala Occidental encontraron que el modo común de aplicación de la pena capital era el azote hasta muerte. Pero el gobierno británico optó por este método del cañón en vez de la muerte por flagelación, una técnica más disuasoria, más pública y, desde luego, más sonora. Ya en 1761, se dieron órdenes en ciudades como Lakhipur “para disparar en la boca de un cañón a los líderes de los ladrones que fueran hechos prisioneros, para disuadir a otros compinches”.
El caso más sonado de este tipo de fusilamiento sobredimensionado ocurrió en 1784, cuando un regimiento indio se amotinó en la región de el Punjab por la falta de pago. El Teniente General Laing encarceló a los rebeldes, y ordenó que 12 de ellos fueran pasados por el cañón.
El último de los doce, sin embargo, resultó muy afortunado: como le ataron el último al cañón, tuvo que soportar el sobrecalentamiento de la boca metálica del arma mientras quemaba su espalda. Y se atrevió a preguntar en su inmenso sufrimiento al Teniente General Laing si realmente estaba destinado a morir de esta manera. Decidieron perdonarle.
Este método de ejecución se hizo famoso por usarse con profusión durante la rebelión india de 1857, también conocida como la “Rebelión de los Cipayos”. Debido a la forma sangrienta en que esta rebelión se inició, y la violencia indiscriminada desatada contra los europeos (por ejemplo, en la matanza de Kanpur, que incluyó la masacre de civiles), los británicos consideraban justificado el uso de similares tácticas para infundir venganza y, sobre todo, respeto.
Así explicaba George Carter Stent, un oficial perteneciente al Regimiento nº14 de Lanceros (también conocido como los “Lanceros de la Reina”) el procedimiento de ejecución en su obra sobre la contienda “Scraps from my Sabretache”:
“El prisionero generalmente se ata con la espalda apoyada en la boca del cañón. Cuando se dispara el arma, su cabeza sale disparada en el aire a unos 10 o 20 metros de altura, los brazos vuelan a derecha e izquierda y caen, quizás, a un centenar de metros de distancia, y las piernas se quedan en el suelo debajo de la boca del cañón (…) Todo lo que ves en el momento es una nube, como una tormenta de polvo compuesta por jirones de ropa, los músculos quemados, grasa volando y grumos de sangre coagulada. Aquí y allá, un estómago o una hígado van cayendo en una ducha apestosa”
Esta forma terrible de castigos aterrorizaba sin duda a la población nativa. Semejante muerte no sólo era un espectáculo espantoso para el resto de cipayos (los cipayos eran soldados indios que servían en el ejército bajo el mando de oficiales británicos), sino que además socavaba las doctrinas del hinduismo, pues al destrozar el cuerpo de un difunto la reencarnación resultaba casi imposible, condenándolo al desprecio divino, una venganza especialmente cruel. Esta represalia era conocida por los indios como “El viento del diablo”.
Los británicos, sin embargo, tenían una larga tradición antes de la rebelión de 1857 para ejecutar a los culpables de amotinamiento o deserción de esta manera. Según distintos historiadores, la tradición inglesa comenzó en 1760, cuando el gobierno examinó las modalidades de penas capitales en uso.
En los distritos de Bengala Occidental encontraron que el modo común de aplicación de la pena capital era el azote hasta muerte. Pero el gobierno británico optó por este método del cañón en vez de la muerte por flagelación, una técnica más disuasoria, más pública y, desde luego, más sonora. Ya en 1761, se dieron órdenes en ciudades como Lakhipur “para disparar en la boca de un cañón a los líderes de los ladrones que fueran hechos prisioneros, para disuadir a otros compinches”.
El caso más sonado de este tipo de fusilamiento sobredimensionado ocurrió en 1784, cuando un regimiento indio se amotinó en la región de el Punjab por la falta de pago. El Teniente General Laing encarceló a los rebeldes, y ordenó que 12 de ellos fueran pasados por el cañón.
El último de los doce, sin embargo, resultó muy afortunado: como le ataron el último al cañón, tuvo que soportar el sobrecalentamiento de la boca metálica del arma mientras quemaba su espalda. Y se atrevió a preguntar en su inmenso sufrimiento al Teniente General Laing si realmente estaba destinado a morir de esta manera. Decidieron perdonarle.
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