El evangelio según Mandela
José Tomás Pérez
La vida de Nelson Mandela se extingue, mientras su figura histórica se prepara para trascender la muerte. Reposara para siempre en la memoria colectiva de los hombres, ese lugar intangible donde habitan los recuerdos de los grandes héroes de la historia humana, en la misma dimensión de espacio y tiempo en que se colocan los nombres de Mahatma Gandhi, Abraham Lincoln, Simon Bolivar y otros prohombres que hicieron de la política un instrumento para promover el crecimiento material y espiritual de sus pueblos.
Pero qué valoración se puede tener de un hombre como Nelson Mandela?
Qué se puede decir de alguien que se pasa 27 años de su vida prisionero, en las más siniestras cárceles de su país y que, luego de surgir moral y espiritualmente incólume de ese infierno, se levanta como un ave fenix, convirtiéndose en el padre político y espiritual de una nación social y racialmente dividida?
En abril de 1994, sin tener que apelar a promesas y estereotipos de campaña, sin aparentar falsas poses de candidato, sin técnicas de marketing y sin más recursos que su gracia personal y la fuerza poderosa de su nombre, el cual volaba como una paloma en el corazón del pueblo sudafricano, Mandela es elegido presidente de la República por una mayoría abrumadora de votos.
Su rostro no era conocido por los electores, porque los dictadores del aparthied habían prohibido durante 30 años que su fotografía se exhibiese en las calles y en los medios de comunicación. Cuando estaba en la cúspide de su popularidad podía pasearse por las avenidas o por un centro comercial sin que nadie lo identificara. Muy tarde las autoridades del Aparthied se darían cuenta de que las letras de ese nombre estaban repartidas como bombas incendiarias en todos los rincones de la geografía africana y que la sola pronunciación de la palabra Mandela despertaba en su pueblo las pasiones de una revolución.
Mandela gobernó a Sudafrica por 5 años, hasta 1999. En ese período se propuso establecer las bases legales, social y política que le permitieran desterrar para siempre ese régimen de abuso y discriminación social y racial que imperó durante más de 200 años y que conocemos con el nombre de Aparthied. Al dejar el poder, estaba seguro de que su sucesor, el presidente Mbeki y quienes le acompañaran, tendrían la sensatez y el realismo suficiente para conservar un logro
trascendentalmente histórico como este. Se marchó con la tranquilidad que le daba el saber que tanto la mayoría negra como la minoría blanca se sentían cómodas bajo el nuevo régimen que se establecía. Mandela no toleró nunca la discriminación hacia los negros, pero tampoco la toleró y la aceptó hacia los blancos.
El mundo aún recuerda aquel 7 de julio de 1996, cuando en una acción que sorprendió a su país, conocedor de que estaba montado en una ola de apoyo popular sin precedente, convertido por su pueblo en un semi-dios, anunció que no se reeligiría y que no le interesaba continuar en el poder. Su partido el ACN, impactado por la noticia y considerando que aquel hombre era imprescindible para el presente y el futuro de Sudáfrica, hizo todo lo que estuvo a su alcance para convencerlo de que retractara su decisión.
Pero la suerte de Mandela ya estaba echada por elección propia y así como llegó, se fue, ungido por el amor y la gloria de su gente. Aquel gesto de humildad y desprendimiento pareció, sin dudas, el mensaje que le dejaba a la clase política del mundo, en cuya fauna prosperan insaciables y ambiciosos gobernantes que unas veces se creen imprescindibles y que otras se aferran al poder sin importarles el sentimiento de su gente.
El legado de Mandela fue un nuevo evangelio para hacer política, basado en el sacrificio personal y en la práctica de valores humanos universales que al parecer han quedado obsoletos en las democracias occidentales. Mahatma Gandhi lo inspiró y le enseñó el arma de la paciencia para combatir la humillación y de él aprendió que practicar la paz era más poderoso que practicar la guerra, sobre todo cuando la lucha era contra un enemigo tan siniestro como el Aparthied.
La política en el esquema de Nelson Mandela no tuvo espacio para la demagogia o la simulación. Fue un hombre directo y transparente con su partido y con su pueblo. Cuando tuvo que llamar la atención o sancionar el radicalismo racial de los suyos, lo hizo sin titubeos. Nunca renunció a sus principios políticos y morales, ni por presión ni por flaqueza. No lo hizo ni siquiera en aquel momento fatidico de su vida en que se le acusó de terrorismo y conspiración contra el Estado y que llevó al ministerio público del Aparthied a solicitar que se le condenara a la pena capital.
Investido como presidente de la nación se comportó como un hombre humilde y generoso. Mantuvo un comportamiento apegado a los valores de honestidad y justicia social. No se plegó a las comodidades del cargo. A pesar de que su pueblo lo colocó en el sitial de una divinidad nunca se lo creyó, ni se envaneció y actuó como un hombre más del pueblo, sin orolopeles ni ataduras a las tradicionales simbologías del poder.
Nelson Mandela se extingue. La prensa internacional sigue cada uno de los partes que difunden sus medicos. El mundo está atento al desenlace final de la vida de este coloso.
Estudiar cada detalle de su comportamiento como hombre y como político puede ser una fuente de reflexión sobre la forma en que podemos conducirnos a nosotros mismos. Su paso por la vida deja profundas huellas y una valoración universal tan positiva sobre su persona, que hoy convierten a Mandela en el ser humano que más premios y reconocimientos ha recibido. Desde la altisima distinción que es el Premio Nobel, hasta el otorgamiento de más de 50 Honoris Causa en importantes universidades del mundo, pasando por premios como el Lenin de la Paz, la Medalla de Oro del Congreso de los Estados Unidos y una lista de más de 200 condecoraciones y reconocimientos.
La política para Mandela fue un evangelio donde predominaron los más altos valores de la especie humana. La honestidad, la solidaridad, la generosidad, el alto sentido de justicia e igualdad social. El fue la antítesis de aquellas prácticas nocivas, propias de la manera de hacer política en el tercermundo. La demagogia, el clientelismo, la ambición desmedida, la acumulación ilícita de bienes, nunca tuvieron espacio en ese universo infinito de amor y compasión que es y seguirá siendo Nelson Mandela.
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