TERCERA ENTREGA: "BOSCH: SU AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA, HISTORIA FUNDACIÓN PRD Y ORÍGENES PLD"
BOSCH: SU AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA, HISTORIA FUNDACIÓN PRD Y ORÍGENES PLD (SEGUNDA ENTREGA, LA LUCHA POR EL CONTROL DEL PRD)
Juan Bosch, en su libro “PLD un Partido Nuevo en América” narra la historia de la fundación del PRD, en Cuba 1939, y toda la trayectoria por la que paso ese partido mientras estuvo al frente de su dirección y de las causas que lo llevaron a abandonarlo(PRD) en 1973, el Partido que fundara juntos a otros dominicanos en 1938, entre ellos, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, para fundar un nuevo Partido(PLD) que estuviera en condiciones políticas e ideológicas para completar la obra de Juan Pablo Duarte, que era la liberación económica, política de la República Dominicana. También, en este libro, el Profesor Juan Bosch hace una especie de autobiografía política. Contando en qué momento y en qué circunstancias se inicia en la política militante, asumiendo el reto de luchar por su patria para liberarla de la dictadura oprobiosa de Trujillo y darles a los dominicanos y dominicanas una vida más justa y digna. Pero lo más importante de este libro, es que a través de su lectura podemos darle seguimiento a la evolución del pensamiento social y político de Juan Bosch.
Informamos a nuestros amigos lectores que nos siguen día a día con mucha atención por la web, que a partir de hoy, por considerarlo sumamente importante para poder comprender el pensamiento de Bosch y su evolución, le presentaremos a través del blog: “Circulo de estudio Profesor Juan Bosch” capitulo por capitulo, el libro”PLD un Partido Nuevo En América”. Esperamos que lo disfruten.
NOTA: Para los amigos lectores que no han tenido la oportunidad de leer las dos anteriores entregas de "BOSCH: SU AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA, HISTORIA FUNDACIÓN PRD Y ORÍGENES PLD" pueden buscarla en"Buscar este blog " ubicado en la columna izquierda parte superior de este blog.
TERCERA ENTREGA:
Mi salida de Costa Rica
Yo vivía a mil kilómetros de
Santiago de Cuba, Lo que equivale a decir a mil kilómetros del cuartel Moncada,
sin embargo fui acusado de haber participado en el asalto que capitaneó Fidel
Castro. El acusador fue el jefe del Servicio de
Inteligencia Militar, comandante
Ugalde Carrillo, que había sido agregado militar a la Embajada de Cuba en la
República Dominicana, lo que indica que aprovechó la primera oportunidad que se
le presentó para servirle a Trujillo haciendo preso al secretario general del
Partido Revolucionario Dominicano.
En condición de detenido fui
enviado a altas horas de la noche, como uno más entre varios conocidos
opositores de la dictadura de Batista, al antiguo cuartel de La Cabaña, del
cual iba a ser jefe seis años después Che Guevara. Si la acusación de Ugalde
Carrillo era la primera parte de un plan para enviarme a la República
Dominicana, el plan lo hizo fracasar una decisión de mi mujer, que se fue a ver
al general Enrique Loynaz del Castillo, el sobreviviente de más alto rango de
la Guerra de Independencia cubana, ayudante de Máximo Gómez y dominicano como
Gómez, persona tan respetada en
Cuba que ni siquiera Fulgencio
Batista se atrevía a negarle lo que él pedía. Loynaz del Castillo era uno de
los tres testigos de mi matrimonio con Carmen Quidiello, los otros dos fueron
la escritora española María Zambrano y el poeta cubano Nicolás Guillén, y
cuando Loynaz del Castillo oyó de la boca de Carmen Quidiello que yo estaba
preso en La Cabaña desde hacía diez días y que ella no había podido obtener un
pase para ir a verme, se dirigió al Palacio Presidencial y le pidió Batista mi
libertad. Salí de La Cabaña ese día, pero no fui a dormir a mi casa y allá se
presentaron a media noche los soldados de Ugalde Carrillo que iban en busca
mía. Yo había actuado correctamente, pues, cuando me negué a creer que Batista
tenía en los cuarteles más autoridad que oficiales como el comandante Ugalde
Carrillo.
A esa altura del mes de agosto de
1953 yo ignoraba que José Figueres había sido elegido presidente de Costa Rica,
y tan pronto me lo hizo saber el director de Bohemia, la revista para la cual
escribía, que me dio la noticia y con ella la recomendación de que buscara
asilo en una Embajada porque se me buscaba para enviarme a la República
Dominicana, me fui a la Embajada costarricense y salí de ella protegido por el
Derecho de Asilo para ir al aeropuerto de Rancho Boyeros donde tomé un avión
que me condujo a San José de Costa Rica; tampoco había allí seccional del
Partido Revolucionario Dominicano, pero entre los muy contados compatriotas que
vivían en ese país se hallaba un miembro del Partido: Amado Soler Fernández,
que estaba destinado a morir en Nicaragua asesinado por la Guardia Nacional de
Anastasio Somoza, y vivían mis padres, que habían tenido que salir del país
debido a la persecución de que eran víctimas desde hacía años.
De Costa Rica tuve que salir a
solicitud de la Organización de Estados Americanos (la OEA) que la propuso como
medida indispensable para evitar una agresión armada de la dictadura
nicaragüense, encabezada por Anastasio Somoza padre. ¿Por qué pedía Somoza mi
salida de Costa Rica? ¿Lo hacía para servirle a su amigote Rafael Leónidas
Trujillo?
De La
Paz a Santiago de Chile
No. Lo hacía porque a fines del
mes de marzo de 1954 había entrado en Nicaragua, clandestinamente, un pequeño
grupo de hombres armados entre los cuales estaban el hondureño Jorge Ribas
Montes, que en Cayo Confites tuvo a su cargo el entrenamiento de un pelotón de
morteristas, y el dominicano Amado Soler Fernández. El grupo, encabezado por
Pablo Leal, se organizó e hizo prácticas del uso de armas en Costa Rica, con
apoyo de José Figueres, en quien los dictadores del Caribe tuvieron en todo
momento un enemigo a muerte; y en esa ocasión Figueres me pidió que fuera
yo quien mantuviera el contacto
con Pablo Leal y le entregara el dinero, las armas y los vehículos que pidiera
porque si Somoza llegaba a enterarse de que él, Figueres, estaba participando
en los preparativos del ataque que iba a darse, reaccionaría anticipándose a
atacar él a Costa Rica. Yo no podía negarme a servirle a Figueres en lo que me
pedía e inicié el papel de representante suyo ante Pablo Leal proponiéndole a
éste un acuerdo: Que inmediatamente después de tomar el poder, el grupo que él
dirigía debía poner a las órdenes del Partido Revolucionario Dominicano un
lugar del territorio de Nicaragua y la cantidad de armas necesarias para traer
a la República Dominicana una fuerza capaz de enfrentar y derrocar al poder de
Trujillo. La Guardia Nacional de Somoza enfrentó y asesinó a los combatientes
que fueron armados y entrenados en Costa Rica y el dictador nicaragüense supo,
por declaración de una de las víctimas de ese episodio, el papel que había
jugado yo en la entrega de armas, dinero y vehículos para el grupo que había
entrado clandestinamente en su país, y presentó ante la OEA las pruebas de mi
actuación en favor de esas personas, lo que le dio derecho a pedir que se le
solicitara al gobierno de Costa Rica mi salida de su territorio, y
naturalmente, accedí a irme porque no podía servirle de pretexto a Somoza para
lanzarse contra el gobierno de Figueres, lo que podría redundar en la muerte de
muchos costarricenses de todas las edades y de los dos sexos.
Cuando Figueres me informó de la
situación en que se hallaban su gobierno y su pueblo respondí diciéndole que
desde ese momento iría a buscar información de hacia qué país tenía posibilidad
de ir sin perder tiempo; y la posibilidad fue Bolivia, a cuya capital, La Paz,
me dirigí cinco días después. Conmigo iban hacia ese lejano país andino mi hijo
León y Pompeyo Alfau.
En La Paz, una ciudad que se
halla a más de 3 mil 600 metros de altura, estuve residiendo unos seis meses
con algunas salidas a lugares como el gran lago Titicaca, y visitas frecuentes
al despacho de Hernán Siles Suazo, vicepresidente en esos tiempos de la
República y presidente cuando en 1956 terminó el mandato de Víctor Paz Estensoro,
pero La Paz estaba demasiado lejos de la República Dominicana para que los que
dirigían la política boliviana pudieran tener interés en involucrarse en lo que
estaba sucediendo en mi país. Es más, durante mi estancia en Bolivia yo me
sentía, hablando de Trujillo y de su dictadura, que vivía flotando en un vacío
agobiante porque ni siquiera podía escribirles a los compañeros de la dirección
del Partido que vivían en La Habana debido a que no sabía si una carta mía
llegaría a sus manos o a las del comandante Ugalde Carrillo.
A los seis meses de vivir en ese
estado de ánimo decidí salir de Bolivia; irme a Chile, y lo hicimos León,
Pompeyo y yo usando el ferrocarril que comunicaba las alturas de los Andes con
las tierras bajas de Santiago de Chile, cuyo nivel no pasaba de 520 metros. Si
en Costa Rica, país del Caribe, vinculado a los luchadores antitrujillistas al
extremo de que en el movimiento guerrillero capitaneado por José Figueres
tomaron parte dos dominicanos —Miguel Ángel Ramírez, que dirigió la batalla de
San Isidro del General, y Horacio Julio Ornes, que dirigió la toma de Puerto
Limón—, donde además vivían algunos dominicanos, sólo uno de ellos —Amado Soler
Fernández— era miembro del Partido Revolucionario Dominicano, habría sido un
sueño pensar que en Chile hubiera, no ya un perredeísta, sino un dominicano
anti trujillista. Había habido uno, Pericles Franco, pero hacía tiempo que se
había ido de Chile. Por mi parte viví en ese país tiempo suficiente para hacer
contactos políticos y además, al menos entre los intelectuales chilenos se me
conoció porque allí se publicaron tres libros míos: Cuba, la isla fascinante,
Judas Iscariote, el Calumniado y La muchacha de la Guaira y otros cuentos,
todos los cuales fueron comentados en la prensa por autoridades en la
Literatura. (Allí escribí otros libros que no se publicaron en Chile: Póker de
espanto en el Caribe y David, biografía de un rey, y además, como teníamos que
mantenernos —mi hijo León, Pompeyo Alfau y yo— monté un taller de baterías para
automóviles que estuvo en la calle Arturo Prat, y lo atendí yo mismo hasta el
día en que lo vendí para irme a la bahía de Corral, y poco después a Buenos
Aires y Río de Janeiro). En Chile no había un perredeísta, sin embargo yo me
mantenía en contacto con la dirección del Partido por medio de cartas que no
despachaba yo sino un amigo chileno a quien había conocido en La Habana; pero
sobre todo trataba el tema de la dictadura trujillista —y también de la de
Somoza, la de Batista y la de Pérez Jiménez— con el círculo de dirigentes del
Partido Socialista chileno, a la cabeza de los cuales estaban Salvador Allende
y Clodomiro Almeyda. Mis relaciones con esos y otros líderes del socialismo
chileno eran tan cordiales que en el caso de Allende pasaron a ser también con
su familia, y todavía lo son con su viuda, Hortensia Bussi de Allende, y en el
banquete de despedida de su país que me dio un grupo de intelectuales, quien
pronunció el discurso de rigor fue Allende.
De mi estancia en Chile hay un
episodio al que nunca me referí porque no tenía, ni la tengo hoy, explicación
para él.
Fue la llegada a Santiago de dos
miembros de lo que en Cuba se llamaba el gansterismo político. Ese nombre era
una aplicación a la política cubana, en los años posteriores al
Machadato, de los métodos
criminales usados en los Estados Unidos por las bandas de traficantes de
bebidas alcohólicas que abundaban en los años de la época conocida con la
denominación de “la Ley Seca”. La Ley Seca había prohibido hacia el 1920 la
venta de bebidas alcohólicas en lugares públicos, pero los aficionados a esas
bebidas eran tantos millones de personas que la demanda de licores generó la
formación de miles de negocios clandestinos dedicados a contrabandear bebidas
de todo tipo con los cuales se hicieron millonarios centenares de hombres cuya
única virtud era saber usar una arma que matara rápidamente. El gran personaje
de esos años fue Al Capone. En Cuba los gánsteres no mataban por razones de
competencia en el negocio de las bebidas; mataban para aniquilar a un competidor
político o si alguien pagaba para que le liquidaran a un adversario político.
En el caso a que estoy aludiendo, los personajes gansteriles fueron dos cubanos
que se me presentaron de buenas a primeras en Santiago de Chile en horas de la
noche.
De Santo
Domingo a Molinos de Niebla
Los cubanos que llegaron a
Santiago de Chile y se presentaron en el hotel donde vivíamos mi hijo León y yo
eran Eufemio Fernández y Jesús González Cartas, conocido por el apodo de El
Extraño. El primero había sido en Cayo Confites el jefe del
Batallón Guiteras, pero un buen
día se fue a La Habana; de La Habana, según se dijo, fue a Miami, y cuando
tuvimos que abandonar el Cayo no había vuelto. Eufemio Fernández era, para mí,
un hombre sin dominio de sí mismo, que no podía contener la necesidad de actuar
violentamente ni la de vestir con la mayor elegancia y al mismo tiempo vivir
bien sin llevar a cabo algún trabajo. Yo tuve siempre la sospecha de que en la
desaparición de un archivo en el que guardaba todos los documentos importantes
de mi vida y de la vida del Partido Revolucionario Dominicano, Eufemio
Fernández había tenido algo que ver. En cuanto a El Extraño, ése estuvo al
servicio de Trujillo cuando fue a Costa Rica por mandato del dictador
dominicano a cumplir el plan de matar a José Figueres.
¿A qué habían ido a Chile Eufemio
Fernández y El Extraño? ¿Quién les había pagado los pasajes desde Estados
Unidos hasta Santiago de Chile, y con los pasajes el dinero de estancia en ese
país donde ninguno de los dos tenía función alguna que desempeñar?
Eufemio Fernández y El Extraño se
hospedaron en el mismo hotel donde vivíamos León y yo; estuvieron tres días
allí, fueron al taller de baterías y lo observaron de manera cuidadosa, como si
buscaran algo que se les había perdido, y al cuarto día dijeron adiós para
volver a Cuba, según me explicaron; pero algunos años después, cuando retorné a
la República Dominicana supe que Eufemio Fernández y El Extraño estuvieron aquí
y que el primero recibió en Cuba, adonde había vuelto, un cargamento de armas
de las que se hacían en la armería de San Cristóbal. Curiosamente, la fecha
aproximada de su presencia en la República Dominicana coincidía con la de su
misterioso viaje a Chile.
La vida que yo hacía en Chile no
tenía sentido para mí. El país era bello, sus hijos, hombres y mujeres, eran
encantadores, bien educados; pero mi mujer y mis hijos estaban en Cuba, y
aunque en Cuba estaba también la dictadura de Batista, allí se vivía en un
ambiente de actividad política en el cual yo me había formado, en Cuba estaba
la dirección del Partido Revolucionario Dominicano, y seguramente sus miembros Ángel
Miolán, Alexis Liz, Virgilio
Mainardi, y hasta cierto punto el Dr. Romano Pérez Cabral— debían estar
recibiendo noticias del país, al menos, las que podían llegar desde las
secciones perredeístas de Nueva York, Puerto Rico, Curazao, Aruba. Para tener
la seguridad de que los dos obreros que trabajaban conmigo en la pequeña
fábrica de baterías no se equivocarían al montar las placas inventé un instrumento
que me hizo un mecánico checoeslovaco, y ese aparato, simple pero llamado a dar
buenos rendimientos, le dio valor al taller a tal punto que recibí propuestas
de compra ventajosas; vendí el taller, le di dinero a Pompeyo Alfau para que
volviera a Cuba o se fuera a Venezuela y me fui con León a la bahía de Corral, en cuya
orilla norte había un lugarejo llamado Molinos de Niebla. Allí, en una casa
humilde, habitada por una familia indígena, íbamos a pasar un mes, tiempo que
yo ocuparía escribiendo el libro David, biografía de un rey, cuya primera
edición iba a hacerse ocho años después en la República Dominicana, otra en
España, algunas más también en el país y además fue traducida al inglés en
Londres.
De
Santiago de Chile a Río de Janeiro
El embajador de Cuba en Santiago
de Chile era hijo de padres cubanos que habían vivido en la República
Dominicana en los años finales del siglo pasado y los primeros del actual, y
por esa razón nos conocimos en La Habana. Yo fui a verlo a la Embajada cubana
después que despaché hacia Madrid a León adonde él quería seguir los estudios
de pintura que había iniciado en la Escuela San Fernando de la capital de Cuba.
(Pido al lector una excusa pero
debo explicar que mi padre, que era español y estaba viviendo en Costa Rica
como quedó dicho en el capítulo anterior, tenía desde hacía muchos años dinero
depositado en un banco de Madrid y desde Chile le pedí que pusiera ese dinero a
las órdenes de León para que pudiera mantenerse en España dos o tres años,
solicitud que mi padre atendió; el viaje lo hizo León en barco y resultó ser
barato).
Desde Santiago, una vez que se me
dio la visa para viajar a Cuba y después de haber planeado el viaje con paradas
en Buenos aires y en Río de Janeiro, le telegrafié a Manuel del Cabral, que
tenía un puesto en la Embajada dominicana de la capital argentina, informándole
que viajaría por avión tal día, y cuando llegué al aeropuerto de Ezeiza, nombre
que lleva la terminal aérea de Buenos Aires, allí estaba el celebrado poeta
dominicano esperándome sin importarle para nada el precio que tendría que pagar
cuando Trujillo se enterara de que él había ido a Ezeiza, a recibir a un
enemigo suyo, pero debo decir que a su padre, Mario Fermín Cabral, tampoco le
importó tomar en cuenta el peligro que corría cuando dieciocho años antes me
explicó en Santo Domingo que el asesinato de miles de haitianos llevado a cabo
por órdenes de Trujillo no se debió a razones políticas sino a la ira provocada
en el dictador por una intervención del presidente haitiano Stenio Vincent que
le impidió traer a República Dominicana una hermosa joven, miembro de una
familia distinguida de Haití, de quien
Trujillo se había enamorado
locamente.
Tampoco en Buenos aires había
dominicanos antitrujillistas y además yo tenía entre mis planes detenerme en
Río de Janeiro unos días para hablar largo con José R. Castro, el
Embajador de Honduras, con quien
mantuve una larga amistad en La Habana cuando él era allí un exiliado de su
patria en lucha contra la dictadura de Tiburcio Carías Andino, que duró desde
1933 hasta 1949. Mi interés en quedarme en Río de Janeiro unos días —eso sí,
pocos— tenía una explicación: enterarme de manera detallada de la situación del
Caribe, o mejor dicho, de los países del Caribe gobernados por dictadores.
Estábamos en los días finales del año 1956 y ya Anastasio Somoza no era el
dictador de Nicaragua porque había sido eliminado no sólo del poder sino de la
vida ese mismo año y quien ocupaba su lugar era su hijo Luis. En Cuba, Fidel
Castro había iniciado la segunda etapa de la guerra de guerrillas contra
Batista hacía pocos días y José R. Castro tenía pocas noticias de lo que estaba
sucediendo en la patria de José Martí, pero me aseguró que Fidel se hallaba en
Cuba de nuevo. De Venezuela no había nada que decir: Pedro Estrada seguía
siendo el azote de la juventud y especialmente de los jóvenes de
Acción Democrática. En cuanto a
la República Dominicana sabía tanto como yo, que equivalía a no saber nada
nuevo.
Poco antes de terminar el año
1955 llegaba yo a Cuba. La noticia de que Fidel Castro había vuelto a su país
no era cierta; tardaría un año justo en volver, y volvería entrando no por La
Habana sino por una pequeña playa de la costa Sur de la provincia de Oriente.
Por esa costa Sur, pero de la bahía de Cienfuegos, saldríamos a mediados de
1956 Ángel Miolán y yo abordo de un buque alemán que iba hacia Amberes, donde
lo dejaríamos para tomar un tren que nos llevaría a Bruselas, la capital de
Bélgica. Allí estaba residiendo, por corto tiempo, Víctor Raúl Haya de la
Torre, el fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que
tenía en todos los países latinoamericanos un prestigio sin paralelo ganado en
su lucha contra las dictaduras peruanas de Leguía y Sánchez Cerro, pero también
contra todas las dictaduras que habían padecido y estaban padeciendo los
pueblos de América, y para Miolán y para mí era muy importante sumar el nombre
de Haya de la Torre a los de los luchadores antitrujillistas, fueran o no
fueran dominicanos.
Miolán y yo íbamos hacia Viena,
donde iba a celebrarse un congreso de organizaciones sindicales en el cual
debíamos presentar una moción de bloqueo internacional al gobierno de Trujillo,
pero llegamos a Europa antes del tiempo fijado para ese congreso porque tuvimos
que adelantar nuestra salida de Cuba para aprovechar la oportunidad de viajar
por vía marítima, que era más barata que la aérea. De Bruselas pasaríamos a
París y de París a Viena pasando por Suiza, y esperábamos que en Ginebra o en
Viena se nos sumaría Nicolás Silfa, secretario general de la seccional
perredeísta de Nueva York. En París presenciamos el desfile militar del 14 de
julio de ese año (1956), visitamos el Museo del Hombre y le hicimos una visita
a don Eduardo Santos, persona conocida también en todos los países de lengua
española de América porque era un periodista notable, propietario y director
del diario El Tiempo, y naturalmente, sabíamos que en El Tiempo se denunciaba
la dictadura trujillista, razón por la cual estábamos en el deber de saludarlo
a nuestro paso por París.
El dinero para ese viaje había
sido proporcionado por un amigo de un sargento del Ejército cubano llamado José
Luis Álvarez, que vive aún en La Habana, donde residía cuando Fulgencio Batista
salió de Cuba en un avión que lo traería a Santo Domingo al comenzar el mes de
enero de 1959, apenas dos años y medio antes de la muerte de Trujillo. El amigo
de Álvarez era un coronel de apellido Blanco que debía tener acceso a secretos
de Estado y cuando se trataba de secretos relacionados con la dictadura de
Trujillo se los transmitía a Álvarez para que éste me los diera a conocer. Uno
de esos secretos era el de un desembarco de armas dominicanas que habían
llegado a Cuba dirigidas a Eufemio Fernández, rumor al que me referí en el
capítulo anterior de esta serie. Eufemio Fernández, había desaparecido de los
sitios que frecuentaba, y de acuerdo con lo que contaba el amigo de José Luis
Álvarez, Batista le daba a la noticia de la llegada de esas armas una
importancia desusada, tanto que con frecuencia hablaba de Trujillo
calificándolo de hombre peligroso y enemigo de Cuba.
Álvarez oía a su amigo decir esas
cosas y me informaba de ellas, y cuando me vio preocupado porque se acercaba la
fecha de salir hacia Viena y ni Miolán ni yo teníamos dinero para hacer ese
viaje, decidió pedirle a su amigo 5 mil dólares, que el coronel Blanco llevó a
su casa.
De
Cuba a Venezuela
Aunque el coronel Blanco le
entregó a Álvarez el dinero en billetes norteamericanos, y por tanto de esa
entrega no quedó ningún documento probatorio de que yo había recibido dinero de
Batista, cuando Álvarez puso en mis manos los dólares temí que al aceptarlos
estuviera cometiendo un error, pero de momento, como si se tratara de un rayo
que cruzaba por mi cerebro, recordé que el hombre a quien Martí llamó hermano,
Federico Henríquez y Carvajal, había recibido de Ulises Heureaux dinero para
ser gastado en las actividades independentistas de Cuba, y ese dinero le fue
entregado por Henríquez y Carvajal nada menos que a José Martí. Con 5 mil
dólares Miolán y yo hicimos el viaje a Viena donde se nos unió Nicolás Silfa,
que pudo ir desde Nueva York a la capital de Austria porque la seccional
neoyorquina del PRD no tenía las limitaciones económicas que tenía la de La
Habana.
En el orden político el viaje fue
un fracaso porque a las delegaciones sindicales de los países de Europa no les
importaba lo que estaba sucediendo en un país del Caribe cuyo nombre no
conocían. Miolán retornó a Cuba y Silfa volvió a Nueva York, pero yo me fui a
Italia animado por la invitación de uno de los delegados sindicales de ese país
que habían tomado parte en el congreso de Viena, el cual me aseguró que la
central sindical a la que pertenecía su sindicato ayudaría al PRD en su lucha
contra la dictadura de Trujillo. Esa ayuda no se concretó, aunque se me dio la
necesaria para mantenerme en Roma un mes y para viajar a Israel a bordo de un
pequeño barco y con pasaje de tercera; así mismo hice el viaje de Haifa a
Marsella, y de Marsella, en ferrocarril, a Madrid, y de Madrid a La Habana en
avión gracias a dos préstamos que me hicieron una cubana y un español; ella,
Maritza Alonso, que vive todavía, y él Ángel Lázaro, los dos, amigos de muchos
años. Lázaro, en cuya casa me hospedé mientras estuve en Madrid, me acompañó en
el viaje Madrid-Habana, pues aunque lo hallé en Madrid su lugar de residencia
durante muchos años fue la capital de Cuba.
Cuando retorné a Cuba Fidel
Castro estaba en la Sierra Maestra donde encabezaba la acción guerrillera
destinada a sacar del poder a Fulgencio Batista, pero todavía Batista era el
jefe del Estado cubano y seguía preocupado por lo que pudiera hacer contra él
Rafael Leónidas Trujillo. Esa preocupación le llevó a proponerle a Rolando
Masferrer, que era senador, la organización de un comité dedicado a denunciar
las actividades anticubanas de Trujillo, y Masferrer pretendía que yo fuera al
Senado a hacer el papel de relator de los crímenes del dictador de nuestro
país. De haber accedido a las repetidas solicitudes que me hizo Masferrer yo me
hubiera faltado el respeto a mí mismo porque todos los cubanos sabían que
Masferrer era lo que en Cuba se llamaba un jefe de gánster.
La seccional de La Habana del
Partido Revolucionario Dominicano seguía trabajando, pero su campo de acción
era muy reducido, pues aunque las autoridades batistianas no nos perseguían
debido a los recelos que su jefe tenía de Trujillo y de su política agresiva,
los que dirigíamos al PRD sabíamos que en cualquier momento una, dos o tres de
esas autoridades iban a actuar contra nosotros si Trujillo les ofrecía buenas
recompensas a cambio de que nos persiguieran. Por esa razón Ángel Miolán se fue
a vivir a Venezuela tan pronto como pudo hacerlo después de la caída de Marcos
Pérez Jiménez y su dictadura y poco tiempo después yo me vería obligado a hacer
lo mismo.
Detenido
por el comandante Ventura
La agitación política producida
por la persistencia de la guerra de guerrillas que mantenían Fidel Castro y sus
acompañantes en la Sierra Maestra, agravada por la crisis económica de carácter
mundial que se había originado en Estados Unidos en 1956 y se hacía en Cuba en
1957, me llevó a dedicarme a un trabajo que no fuera de naturaleza pública, o
dicho de otra manera, que no consistiera en escribir para Bohemia. Ese trabajo,
que conseguí rápidamente, fue el de jefe de redacción de una agencia
publicitaria que tenía sus oficinas cerca del Hotel Nacional, en el barrio del
Vedado. Como mi trabajo, al cual iba desde mi casa a pie, estaba a una cuadra
de una cafetería que había en la porción de la calle 23 llamada La Rampa, yo
salía de mi oficina y me iba a La Rampa a tomar café, pero un día de los
últimos de marzo (1958) al salir de mi casa advertí que se me vigilaba y cuando
iba, a media mañana, a la cafetería de La Rampa, le pedí a uno de los
compañeros de trabajo que me siguiera a diez o doce pasos y si me sucedía algo
anormal, que se lo dijera inmediatamente a uno de los propietarios de la
publicitaria.
Lo que yo me temía sucedió. En el
momento en que iba a bajar de la acera a la calle 23 se me acercó un hombre, me
presentó una tarjeta que sacó del bolsillo de su chacabana y me ordenó que lo
siguiera. Era un agente de la policía que me invitó a subir a un automóvil y me
condujo a una estación policial conocida como un antro de crímenes porque su
jefe, el comandante Ventura, era un asesino que figuraba en el pináculo de los
batistianos sanguinarios. Durante todo ese día, la noche y la mitad del día
siguiente, se me mantuvo sentado de cara a una esquina de una habitación en la
que había varios detenidos. Estuve allí todo ese tiempo sin comer nada ni tomar
un vaso de agua. Poco antes de las 12 del segundo día me llevaron a la
comandancia, esto es, el lugar que
ocupaba Ventura, quien al verme llegar me invitó a sentarme frente a él de
manera que quedamos encarados, con su mesa escritorio en medio de los dos;
durante por lo menos un minuto me miró fijamente y pasó a decir:
—Señor Bosch, prepárese a salir
de Cuba, que a usted se le acabó aquí el jueguito. Esta misma tarde sale usted
para Santo Domingo.
Yo no me detuve a mirarlo porque
estaba mirándolo cuando él dijo lo que acabo de escribir; lo que hice fue usar
una voz suave, tranquila, para responder así:
—Comandante Ventura, yo no soy un
huérfano. A mí se me conoce en Cuba, pero también fuera de Cuba; en toda la
América Latina y más allá. Si usted me manda a Santo Domingo me manda a la
muerte porque Trujillo ordenará que me maten antes de que yo llegue a la ciudad
capital, y tenga la seguridad de que eso no va a agradecérselo a usted el
general Batista, a quien en toda América acusarán de responsable de lo que a mí
me pase.
En el mismo momento en que
terminaba de decir esas palabras empezaron a suceder cosas que no contaré
porque no tienen nada que ver con la historia del Partido Revolucionario
Dominicano, pero todas ellas culminaron en mi salida de la estación de la
Policía que se hallaba bajo el mando del comandante Ventura sin que él pudiera
evitarlo.
Al quedar liberado de las garras
del comandante Ventura pedí asilo en la Embajada de Venezuela y allí fue a
visitarme un alto funcionario del Ministerio de Estado, como se llamaba en Cuba
al de Relaciones Exteriores. Ese funcionario, amigo mío desde hacía largo
tiempo, era descendiente del general Carlos Roloff, un militar polaco que había
participado en la primera etapa de la guerra de independencia cubana, la
conocida en la historia con el nombre de “la Guerra de los Diez Años”. Roloff
había ido a verme para cumplir una misión que se le había encomendado:
convencerme de que me quedara en
Cuba, y para convencerme me
ofrecía todas las garantías que yo pidiera; se esforzó en explicarme que el
comandante Ventura había actuado por decisión personal, no obedeciendo órdenes
del general Batista o de alguna autoridad militar o civil, a lo que respondí
diciendo que precisamente por eso estaba yo en la Embajada de Venezuela, porque
no sólo Ventura sino cualquiera de los varios jefes policiales que había en La
Habana actuaba por cuenta propia, como lo había hecho en mi caso Ventura, y
todavía tenía que agradecerle que no ordenara mi muerte.
Protegido por el Derecho de Asilo
fui conducido al aeropuerto, donde por segunda vez en cinco años me despedí de
mi familia desde la escalera del avión porque en ninguno de los dos casos se me
permitió entrar por donde lo hacían los viajeros que salían del país de manera
normal, y cuando llegué a Maiquetía, nombre del aeropuerto de Caracas, allí
estaban esperándome Ángel Miolán, César Romero y Virgilio Gell. De esos tres perredeístas,
uno, Ángel Miolán, era el secretario general del Partido y había salido de
Cuba, donde residía, hacía apenas mes y medio. De Maiquetía pasamos a Caracas,
a un barrio nuevo llamado Santa Mónica, donde vivía Miolán. Al día siguiente
fui a las oficinas del periódico El Nacional donde me esperaba Miguel Otero
Silva, quien me recibió con una pregunta, la de cuándo sería derrotado el
gobierno de Batista, a lo que respondí diciendo. “A fines de año, entre el 15
de diciembre y el 15 de enero”, y como Otero Silva se sorprendiera con esas
palabras mías le di una explicación, que fue la que sigue: “La zafra azucarera
comienza en Cuba el 15 de diciembre, y en este año no habrá zafra porque ni los
capitalistas ni los obreros cubanos van a admitir que se prolongue la situación
de parálisis económica en que está viviendo su país”.
Batista cayó exactamente al
terminar los primeros quince días de diciembre de 1958 y al comenzar los
primeros quince de 1959, y a partir de ese momento empezó a formarse entre los
exiliados dominicanos una atmósfera delirante que llevó a la mayor cantidad de
ellos a creer que lo que había sucedido en Cuba podía repetirse en su país. La
primera de las manifestaciones de ese delirio fue la formación de varios
grupos, cada uno con un nombre que presentaba a sus componentes como
revolucionarios. Hasta entonces, sólo el PRD había tenido nombre y organización
en varios países a la vez, pero la victoria de Fidel Castro y sus columnas
guerrilleras ilusionó a los exiliados antitrujillistas con la idea de que lo
que había sucedido en Cuba podía repetirse en la República Dominicana. Unos
cuantos de ellos habían vivido en Cuba pero no se dieron cuenta de que entre la
sociedad cubana y la de nuestro pueblo había diferencias insalvables, y esas
diferencias convertían a la historia de Cuba en irrepetible para los
dominicanos.
Los
efectos de la Revolución cubana
La expedición conocida con el
nombre de Cayo Confites hubiera podido derrocar a Trujillo porque era una
fuerza militar entrenada, equipada con buenas armas y con barcos y disponía de
un número de hombres lo suficientemente grande como para operar al mismo tiempo
en varios lugares, y la suma de los grupos que se formaron de manera
precipitada creyendo, cada uno, que podía repetir en nuestro país lo que el
Movimiento 26 de Julio había hecho en Cuba, no llegaba ni a trescientos.
Por sí sólo, lo que se acaba de
decir da base para afirmar que los que pretendieran hacer en la República
Dominicana lo que hicieron en Cuba Fidel y sus hombres irían al fracaso, un
fracaso altamente costoso en vidas, pero hay que agregar a lo dicho que los que
soñaban con la posibilidad de llegar a nuestro país con armas para iniciar una
guerra de guerrillas contra la dictadura de Trujillo ignoraban que si llegaban
al país no podrían contar con el apoyo de los campesinos como lo tuvo Fidel
Castro cuando penetró en la región de la Sierra Maestra. Al contrario: los
campos de Cuba y los que los poblaban estaban lejos de parecerse a los de la
República Dominicana en la misma medida en que la historia de la patria de José
Martí era diferente a la de la patria de
Juan Pablo Duarte.
Caracas se convirtió en el centro
de la agitación que produjo entre los exiliados dominicanos la victoria de la
revolución cubana porque en esa ciudad, la capital de Venezuela, estaba el
hogar de Enrique Jiménez Moya, el hijo de una familia de exiliados
antitrujillistas bien conocida porque el padre, de igual nombre, había
participado de manera destacada en las guerras civiles que abundaron tanto en
el país en los primeros dieciséis años de este siglo; pero además de lo dicho
sucedía que Jiménez Moya se había ido a Cuba a combatir contra la dictadura
batistiana como soldado a las órdenes del Movimiento 26 de Julio, y fue herido
en combate, por cierto de gravedad, lo que le dio una categoría de jefe de
cualquiera acción guerrillera que se llevara a cabo en la República Dominicana,
de manera que al volver a Caracas, donde habían seguido viviendo sus familiares
—madre, esposa e hijos—, quedó convertido para los exiliados dominicanos
radicados en Venezuela, en la segunda edición de Fidel Castro.
Enrique Jiménez Moya nos envió
mensajeros a Miolán y a mí cuya misión era convencernos de que el Partido
Revolucionario Dominicano debía sumarse a los grupos que iban a participar en
una acción guerrillera llamada a decapitar la tiranía trujillista, pero tanto
Miolán como yo pensábamos que no había posibilidad de que en nuestro país se
repitiera lo que había sucedido en Cuba. En varias ocasiones, él por su lado y
yo por el mío, y algunas veces los dos juntos, recibimos presión de dirigentes
de Acción Democrática y hasta de José Figueres, para que complaciéramos esas
solicitudes. La última solicitud nos fue hecha personalmente por Jiménez Moya,
quien se presentó en el pequeño hotel donde yo vivía acompañado por José
Horacio Rodríguez, el hijo de Juan Rodríguez que estuvo a punto de ser
asesinado en Cayo Confites por un grupo de seguidores de Rolando Masferrer. En
ese momento Miolán estaba hablando conmigo y participó en la conversación, que
estuvo dedicada al tema de la cercana invasión del país por una columna armada
que estaría dirigida por Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez. Según dijo Jiménez
Moya el ataque partiría de Cuba y los participantes dispondrían de armas.
La República Dominicana no era
Cuba Según dijo Jiménez Moya y repitió varias veces, el éxito de esa operación
dependía de que el Partido Revolucionario Dominicano participara en ella, y mi
respuesta, apoyada por Miolán, fue que esa acción sería una aventura en la cual
el ganador sería Trujillo, y apoyaba mi criterio de la siguiente manera: Era un
error creer que en nuestro país podía repetirse lo que había sucedido en Cuba.
Desde que pisó tierra cubana seguido por sólo doce hombres, Fidel Castro contó
con el apoyo de los campesinos de Sierra Maestra, que estaban organizados desde
hacía varios años para llevar adelante una lucha contra los propietarios de
tierras de esa región, los campesinos tenían líderes a los cuales respetaban y
seguían, y Fidel Castro, que estaba al tanto de esas luchas, les ofreció apoyo
en sus planes como lo demostró el hecho de que estando en la Sierra Maestra
Fidel había puesto en vigor la ley de la reforma agraria que el gobierno de Batista
no aplicó ni en la Sierra Maestra ni en ningún otro lugar de Cuba; en cambio,
en la República Dominicana no había organizaciones campesinas ni cosa parecida,
pero tampoco se hablaba, siquiera, de poner en vigor una reforma agraria, y en
consecuencia con esa realidad los campesinos dominicanos no iban a respaldar a
los que llegaran al país con el propósito de derrocar el gobierno trujillista;
al contrario, decía yo, “los campesinos los atacarán a ustedes por miedo de que
Trujillo los mate acusándolos de complicidad con ustedes”. Mi conclusión era
que como la dirección del PRD compartía el criterio que yo estaba exponiendo,
no podíamos autorizar la participación de los perredeístas en los planes que
habían expuestos ellos (Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez).
La conversación duró más de media
hora y Miolán mantuvo el criterio que yo había expuesto. Nuestra posición
disgustó a Jiménez Moya, que se levantó de la silla que estaba ocupando y
salió, seguido por José Horacio Rodríguez, de la habitación
donde habíamos estado reunidos,
sin hacer ni siquiera un gesto de despedida y mucho menos, desde luego, sin
decir “adiós” o “hasta luego”. Desgraciadamente para él así como para la
mayoría de los que le siguieron en sus planes y de otros que llegaron a territorio
dominicano por lugares diferentes al que habían escogido Jiménez Moya y José
Horacio Rodríguez, todos murieron. Entre los caídos hubo algunos perredeístas
que no compartían el criterio de la dirección del Partido. Uno de ellos fue
Silín (Víctor) Mainardi, hermano de Virgilio. Con Silín murió su hijo de 16
años, que era cubano, nacido en Guantánamo.
En Caracas se supo que de Cuba
estaban saliendo hacia la República Dominicana grupos de antitrujillistas, pero
no se tenía información de quiénes los formaban ni de cuántos de ellos habían
salido de Venezuela, y numerosos venezolanos que habían mantenido relaciones
con los dominicanos que residían en Caracas me asediaban con preguntas sobre la
suerte de los expedicionarios. Para responder a esa preocupación escribí un
artículo que se publicó en el diario El Nacional. Lo que decía ese artículo
quedó desmentido cuando empezaron a llegar noticias sobre la aniquilación de
los expedicionarios que pudieron pisar territorio dominicano.
Desgraciadamente la tesis de la
dirección del PRD era correcta: nuestro país no era Cuba, y en consecuencia, lo
que había sucedido en Cuba no iba a suceder en la República Dominicana.
Las matanzas de los expedicionarios de
Constanza, Maimón y Estero Hondo fueron golpes muy duros para los
antitrujillistas del exilio. Durante largos meses estuvimos como aletargados y
en cierto sentido fue un milagro que el PRD se conservara unido, sobre todo si
se toma en cuenta que Batista había sido sacado del poder y en Cuba había un
nuevo gobierno que les daba acogida a los dominicanos perseguidos por Trujillo.
El jefe de la tiranía más feroz que ha conocido América respondió a las
expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo ordenando el asesinato del
presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt.
Lo que acabo de decir puede
parecer descabellado porque los que llegaron al país en esas expediciones no
habían salido de Venezuela sino de Cuba, y si piensan así no saben cómo
reaccionaba Trujillo a cualquier actividad política de personas y gobiernos que
se le oponían. Para Trujillo, él era el Estado dominicano, y en consecuencia
una agresión, o un mero ataque político o personal, verbal o escrito, era un
ataque al Estado llamado República Dominicana. Trujillo ha sido el único
dictador del Nuevo Mundo que ordenó la muerte de hombres y mujeres por delitos
que consistían en opiniones negativas sobre la persona del tirano o de alguno
de sus familiares más cercanos, por ejemplo, los ataques que se le hacían a
María Martínez. Por expresiones acusatorias contra él y contra su mujer fueron
asesinados Jesús de Galíndez, José Almoina y Francisco Requena, el primero
secuestrado en Estados Unidos y traído a la República Dominicana para ser
muerto aquí, y Almoina y Requena pagaron con sus vidas, uno en México y otro en
Nueva York, el delito de haber expuesto opiniones personales contra María
Martínez y Trujillo. En el caso de las tres hermanas Mirabal, fueron asesinadas
no porque estuvieran participando en acciones armadas o en conspiraciones que
podían poner en peligro la dominación del Estado por parte de Trujillo; les
dieron muerte a tiros porque predicaban sentimientos y actitudes
antitrujillistas.
El atentado contra la vida de
Rómulo Betancourt fue llevado a cabo el 24 de junio —día de San Juan— de 1960.
Betancourt salvó la vida milagrosamente y el intento de asesinato marcó el
inicio de la caída de Trujillo porque a partir de ese momento el gobierno
norteamericano comenzó a elaborar una política que culminaría, once meses
después, en la muerte del terrible dictador.
Trujillo fue ajusticiado el 30 de
mayo de 1961. La noticia no me sorprendió porque cuando escribía mi libro Póker
de Espanto en el Caribe, en Santiago de Chile y en el año 1955, dije que Somoza
y Trujillo tendrían el mismo tipo de muerte. Eso no podía decirse ni de Batista
ni de Pérez Jiménez, del primero, porque en ese año —1955— la oposición al
dictador cubano era una fuerza poderosa que el terror batistiano no podía controlar, pero
además en 1955 yo conocía en conjunto y en detalle la historia de Cuba y había
estudiado su composición social, y la historia y el tipo de composición social
del pueblo cubano indicaban de manera clara que la dictadura de Batista no
podría prolongarse mucho tiempo. Otro tanto podía decirse de la dictadura de
Pérez Jiménez, que según entendía yo estaba destinada a ser derrocada en
cualquier momento por los militares de su país porque el ejército venezolano no
estaba compuesto, como el dominicano de esos años, por campesinos analfabetos.
Para mí, la dictadura Pérez jimenista sería derrocada el día menos esperado, y
así sucedió.
Envío al país de delegados del
PRD
La noticia de la muerte de
Trujillo llegó a Costa Rica el día 31 de mayo de 1961, y yo estaba viviendo en
ese país, por segunda vez, desde hacía varios meses. Me la dieron los
estudiantes del Instituto de Estudios Políticos y Sociales en el cual daba
clases a jóvenes y hombres maduros de varios países de América Latina, todos
miembros de partidos de tendencias socialdemócratas, entre los cuales estaban
Rodrigo Borja, actual presidente de Ecuador, y Sergio Ramírez, vicepresidente
de Nicaragua*. Para asegurarme de que podía confiar en lo que me decían esos
estudiantes y me confirmó el embajador de Honduras al responder una llamada
telefónica que le había hecho, me fui a San José, la capital costarricense,
pues el Instituto estaba en un lugarejo llamado San Isidro Coronado, y me
dirigí en el acto a la casa de José Figueres, desde donde el propio Figueres
llamó al gobernador de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, quien confirmó la muerte
del terrible dictador. Inmediatamente, usando el teléfono de la casa de
Figueres llamé a Ángel Miolán, que estaba en Caracas, y le pedí que llamara a
Nicolás Silfa, secretario
general de la seccional neoyorquina del PRD, y a Ramón Castillo, que estaba
ocupando la secretaría general del partido en Puerto Rico, a fin de que
celebráramos una reunión en Costa Rica para adoptar una política que nos
permitiera tomar parte en los acontecimientos que iba a desatar en el país la
muerte de Trujillo.
* Es decir, en 1989, al
publicarse la primera edición de este libro (N. del E.).
La situación no era fácil. El PRD
se había comprometido con Vanguardia Revolucionaria Dominicana, un partido
dirigido por Horacio Julio Ornes, a mantener una alianza que nos obligaba a
actuar en forma conjunta en casos como el que se había presentado, y en
cumplimiento de ese compromiso Ornes o un delegado suyo debía ser convocado a
participar en la reunión de San José; y por otra parte mi posición había sido
tomada de antemano dado que en el libro Trujillo, causas de una tiranía sin
ejemplo, publicado en Caracas en
1959, yo decía que en vista de que Trujillo era un producto del subdesarrollo
de la historia dominicana, el régimen trujillista estaba tan estrechamente
ligado a su creador que no podría sobrevivir a la muerte de su jefe, y el día
primero de junio de ese año 1961 se agrupó en el Parque Central de Costa Rica,
de manera espontánea, una cantidad de por lo menos 250 personas, si no más, que
me pidieron hablarles de los efectos que tendría en la República Dominicana la
muerte del dictador, y recuerdo vivamente haber terminado lo que dije afirmando
que en la República Dominicana no sucedería lo que pasó en Nicaragua, donde la
muerte de Somoza no significó el fin del régimen. “Muerto Trujillo, con él
desaparecerá el trujillismo
porque ninguno de sus herederos tienen condiciones para ocupar su puesto”,
afirmé.
Como ésa era mi opinión, mi plan
era proponer en la reunión de San José, cuando ésta se llevara a cabo, el envío
inmediato a Santo Domingo de una delegación del PRD, y esa propuesta fue
apoyada por Ángel Miolán, cuyo criterio político era superior al de otros
dirigentes de los que tenía el partido en los años del exilio. La propuesta
acabó siendo aprobada por Silfa y Castillo; no así por Horacio Julio Ornes,
quien alegó que no había podido hacer contacto con los compañeros
de Vanguardia Revolucionaria
Dominicana sin cuya aprobación no podía respaldar la decisión de ir a la
República Dominicana que había adoptado la dirección del PRD. Lo acordado por
Miolán, Silfa, Castillo y yo fue el envío de una delegación perredeísta a Santo
Domingo.
Los delegados del PRD
Para poner en práctica lo
acordado se les enviaron al Dr. Joaquín Balaguer, que desempeñaba el cargo de
presidente de la República, y al representante de la Organización de Estados
Americanos (OEA) que se hallaba en Santo Domingo, sendos
telegramas en los que
anunciábamos nuestra disposición de trasladarnos a Santo Domingo, que seguía
llamándose Ciudad Trujillo, para iniciar una época nueva en el país, la de
actividades políticas democráticas que habían sido perseguidas durante más de
treinta años con saña criminal por la tiranía trujillista. Los dos contestaron
con telegramas aceptando lo que habíamos propuesto, pero con la aclaración de
que la delegación del PRD que viajaría al país lo haría sobre la base de
iniciar discusiones con el gobierno, y aunque eso nos pareció, o por lo menos así
lo pensé yo, que para aceptar la propuesta que le habíamos hecho, el Dr.
Balaguer debió tratar el tema con Ramfis Trujillo, se tomó la decisión de
enviar la delegación perredeísta al país. Recuerdo vivamente que Miolán se
propuso como el primero de los delegados, lo que significaba
que la representación del Partido
estaría encabezada por su secretario general, y como eso garantizaba la unidad
de criterio de la delegación cuando estuviera operando en el país, yo aprobé
inmediatamente lo que proponía Miolán y a seguidas Silfa y Castillo dijeron que
ellos querían ser parte del grupo. Como encargado de solicitar el respaldo
político y la ayuda económica de los partidos y los gobiernos de América Latina
con los cuales mantenía
relaciones el PRD, yo debía permanecer en Costa Rica, y finalmente, yo propuse
que Buenaventura
Sánchez, secretario general de la
seccional perredeísta de Caracas, fuera también miembro de la delegación, pero
por razones que no recuerdo porque no tuve contacto directo con él, no formó parte
de los delegados —Miolán, Silfa y Castillo— que llegaron al país el 5 de julio
de 1961, día en el cual yo estaba en Caracas, invitado por el presidente de
Venezuela para participar en los festejos que se celebraban año por año en esa
fecha en conmemoración de la independencia nacional.
Diez días después me llamaba
Miolán a San José de Costa Rica para decirme que al día siguiente se llevaría a
cabo el primer acto político del Partido en la República Dominicana: un mitin
que tendría lugar en la capital de la República y sería transmitido por Radio
Caribe. Ya se había transmitido por Radiotelevisión Dominicana una corta
grabación mía que Miolán había llevado de Costa Rica en la que presentaba a los
delegados del Partido
Revolucionario Dominicano como lo que eran: unos denodados luchadores por la
libertad de su pueblo que debían ser recibidos por éste con respeto y confianza
en lo que ellos harían.
La transmisión del mitin del 16
de julio costó 3 mil pesos, y como en esos tiempos el peso valía un dólar, y
era difícil que el partido pudiera recaudar esa cantidad de dinero cuando hacía
menos de dos semanas que habían llegado a Santo Domingo, en el país no se tenía
la menor idea de su existencia, y al darme la noticia de que iba a celebrarse
el mitin Miolán me pidió que hiciera lo posible por enviarle dinero suficiente
para pagarle a Radio Caribe y para cubrir otras necesidades.
El Partido Revolucionario
Dominicano estaba abriendo las puertas del futuro de nuestro pueblo, pero los
exiliados antitrujillistas que quedaban en Estados Unidos, Puerto
Rico, Venezuela, Cuba, México,
Curazao, Aruba, creían que los perredeístas estábamos equivocados y no
respaldaban los esfuerzos que hacíamos para sembrar en el país la semilla de la
libertad.
La política es una ciencia y un
arte. En su condición de ciencia requiere que la sociedad en la que se ejerce
sea debidamente estudiada porque el estudio hace posible que se le conozca en
varios, sino en todos sus aspectos, dos de los cuales son el histórico y el que
tiene cuando se está operando o va a operarse en ella. Sobre la sociedad
dominicana de
1960, todo el que pretendiera
actuar políticamente en su seno debía saber, en primer lugar, que además de
estar dividida en clases lo estaba en campesinos y centros urbanos, y aunque el
peso de la tiranía trujillista caía sobre unos y otros, era diferente en el campo,
que todavía en 1960 tenía la mayor parte de la población nacional, y de
campesinos estaban compuestas las Fuerzas Armadas y la Policía, cuyos miembros,
en una proporción que podía estimarse superior al 90 por ciento, vivían en los
cuarteles de los cuales la mayor parte se hallaba en los centros urbanos, pero
estaban adheridos emocionalmente a los campos donde vivían sus familiares —
padres, madres, hermanos, abuelos y tíos—; sus amigos y compañeros de la
infancia, con todos los cuales mantenían los soldados y los campesinos
relaciones muy estrechas, y no en condición de subalternos sino todo lo
contrario, lo que creaba un firme vínculo político entre la dictadura y el
campesinado porque los campesinos creían a pie juntillas que los familiares suyos
que vestían uniformes militares y de policías y usaban armas eran unos
privilegiados gracias a que Trujillo los había escogido para que le sirvieran
en condición de soldados y policías. Esa creencia les daba a los hombres y las
mujeres de los campos una solidez de sentimientos favorables a la tiranía que
compartían con ellos sus hijos, sobrinos y en general sus familiares, pero
además los hacía creer que eran socialmente superiores a las familias
campesinas que no tenían hijos, sobrinos y primos vestidos de militares y de
policías; y esa sensación de superioridad se crecía cuando sus deudos eran
ascendidos, aunque fuera al mínimo grado de cabos.
El campesinado era, debido a lo
que acaba de decirse, la base militar del régimen trujillista, situación que no
se daba ni remotamente en Cuba, y por saber, como los sabíamos Miolán y yo, que
esa base era de puro granito y no podía ser destruida por 250 ó 300 hombres
habituados a vivir en ciudades populosas desde que salieron del país, algunas
tan pobladas como Nueva York y México, la dirección del PRD no participó en las
expediciones que en el año 1959 llegaron a las costas de la provincia de Puerto
Plata, y esa negativa a entrar en el país armas en mano hizo del PRD una
reserva histórica puesto que dada la fortaleza de la base militar del
trujillismo si el PRD hubiera sumado sus miembros a las expediciones de
Constanza, Maimón y Estero Hondo a la desaparición de Trujillo el país se
hubiera encontrado totalmente huérfano de hombres que tuvieran experiencia de
organizadores políticos. Los exiliados decían que para liberar el país de la
tiranía era necesario combatirla militarmente hasta derrotarla porque mientras
Trujillo viviera no habría posibilidad de que el pueblo dominicano adquiriera
desarrollo político, y tenían razón, pero no se daban cuenta de que el triunfo
de la revolución cubana había iniciado un cambio profundo en la región del
Caribe, cambio que estaba llamado a convertir en irrespirable para Trujillo y
su gobierno el aire político en el cual vivía el pueblo dominicano.
La carta a Trujillo
Lo que acabo de decir fue
expuesto en la carta que escribí en Caracas, Venezuela, publicada en el diario
La Esfera, de la cual envié copias, además del original destinado a Trujillo, a
su hijo Ramfis, al hijo de Marina Trujillo de García —José García Trujillo— y
al Dr. Joaquín Balaguer. Copio a seguidas esa carta: “General: En este día, la República
Dominicana que usted gobierna cumple ciento diecisiete años. De ellos, treinta
y uno los ha pasado bajo su mando; y esto quiere decir que durante más de un
cuarto de siglo de su vida republicana el pueblo de Santo Domingo ha vivido
sometido al régimen que usted ha mantenido con espantoso tesón. ‘Tal vez usted
no haya pensado que ese régimen ha podido durar gracias, entre otras cosas, a
que la República Dominicana es parte de la América Latina; y debido a su
paciencia evangélica para sufrir atropellos, la América Latina ha permanecido
durante la mayor parte de este siglo fuera del foco de interés de la política
mundial. Nuestros países no son peligrosos, y por tanto no había por qué
preocuparse de ellos. En esa atmósfera de laisez faire, usted podía mantenerse
en el poder por tiempo indefinido; podía aspirar a estar gobernando
todavía en Santo Domingo al
cumplirse el sesquicentenario de la República, si los dioses le daban vida para
tanto’.
‘Pero la atmósfera política del
hemisferio sufrió un cambio brusco a partir del 1º de enero de 1959. Sea cual
sea la opinión que se tenga de Fidel Castro, la historia tendrá que reconocerle
que ha desempeñado un papel de primera magnitud en ese cambio de atmósfera
continental, pues a él le correspondió la función de transformar a pueblos
pacientes en pueblos peligrosos. Ya no somos tierras sin importancia, que
pueden ser mantenidas fuera del foco del interés mundial. Ahora hay que pensar
en nosotros y elaborar toda una teoría política y social que pueda satisfacer
el hambre de libertad, de justicia y de pan del hombre americano’.
‘Esa nueva teoría será un aliado
moral de los dominicanos que luchan contra el régimen que usted ha fundado; y
aunque llevado por su instinto realista y tal vez ofuscado por la desviación
profesional de hombre de poder, usted puede negarse a reconocer el valor
político de tal aliado, es imposible que no se dé cuenta de la tremenda fuerza
que significa la unión de ese factor con la voluntad democrática del pueblo
dominicano y con los errores que usted ha cometido y viene cometiendo en sus
relaciones con el mundo americano’.
‘La fuerza resultante de la suma
de los tres factores mencionados va a actuar precisamente cuando comienza la
crisis para usted; sus adversarios se levantan de una postración de treinta y
un años en el momento en que usted queda abandonado a su suerte en medio de una
atmósfera política y social que no ofrece ya aire a sus pulmones. En este
instante histórico, su caso puede ser comparado al del ágil, fuerte, agresivo
tiburón, conformado por miles de años para ser el terror de los mares, al que
un inesperado cataclismo le ha cambiado el agua de mar por ácido sulfúrico: ese
tiburón no puede seguir viviendo’.
‘No piense que al referirme al
tiburón lo he hecho con ánimo de establecer comparaciones peyorativas para
Usted. Lo he mencionado porque es un ejemplo de ser vivo nacido para atacar y
vencer, como estoy seguro piensa usted de sí mismo. Y ya ve que ese arrogante
vencedor de los abismos marítimos puede ser inutilizado y destruido por un
cambio en su ambiente natural, imagen fiel del caso en que usted se encuentra
ahora’. ‘Pero sucede que el destino de sus últimos días como dictador de la
República Dominicana puede reflejarse con sangre o sin ella en el pueblo de
Santo Domingo. Si usted admite que la atmósfera política de la América Latina
ha cambiado, que en el nuevo ambiente no hay aire para usted, y emigra a aguas
más seguras para su naturaleza individual, nuestro país puede recibir el 27 de
febrero de 1962 en paz y con optimismo,
si usted no lo admite y se empeña
en seguir tiranizándolo, el próximo aniversario de la República será caótico y
sangriento; y de ser así, el caos y la sangre llegarán más allá del umbral de
su propia casa, y escribo casa con el sentido usado en los textos bíblicos’.
‘Es todo cuanto quería decir,
hoy, aniversario de la fundación de la República Dominicana’”.
Al final iba mi firma, el nombre
del lugar donde esa carta había sido escrita, y la fecha: 27 de febrero de
1961, y exactamente tres meses después de ese día Rafael Leónidas Trujillo caía
abatido a tiros, o lo que es lo mismo, su sangre llegó “más allá del umbral de su
propia casa”.
La expulsión de Nicolás Silfa
Con el mitin celebrado en la
capital de la República el 16 de julio de 1961 el Partido Revolucionario
Dominicano iniciaba una etapa en la historia política de nuestro pueblo; una
etapa que estaba a mucha distancia no sólo de lo que había sido la dictadura
trujillista sino de lo que habían sido todos los partidos que conoció el pueblo
en los 128 años transcurridos desde el 27 de febrero de 1844. Hasta el día en
que sus representantes pisaron tierra dominicana, el 5 de julio de 1961, las
organizaciones políticas de masas eran conocidas con el nombre de sus caudillos
o de los símbolos que los representaban, se era santanista y baecista, colorado
y verde, horacista y jimenista o rabú o bolo, y por último, trujillista o
antitrujillista, pero desde el primer momento los miembros del PRD tuvieron un
nombre partidista: eran perredeístas, y esa manera de denominar a sus
partidarios con el nombre de las organizaciones políticas que se formaron inmediatamente
después de la llegada al país del PRD se hizo un hábito, pues siguiendo ese
modelo los del 14 de Junio se llamaron catorcitas y los de la Unión Cívica
Nacional se llamaron cívicos. La excepción fueron los seguidores del Dr.
Joaquín Balaguer, que se proclamaban balagueristas.
A pesar de lo que acaba de
decirse el Partido Revolucionario Dominicano no estaba libre de los males
propios del subdesarrollo que aquejaban a la sociedad en que iba a actuar. Yo
llegué al país el 21 de octubre de ese año 1961 y pocos meses después, sin
haber consultado a la dirección del partido y ni siquiera informar a sus
compañeros de largos años de lucha, Nicolás Silfa pasó a ser secretario de
Estado de Trabajo en el gobierno del Dr. Balaguer. Esa manera de comportarse
uno de los tres miembros de la comisión que la dirección del PRD había enviado
al país pocos meses antes no fue un golpe mortal para el perredeísmo porque el
atraso del pueblo dominicano le impedía hacer juicios políticos correctos.
Nicolás Silfa fue expulsado del
partido a propuesta mía, pero esa sanción no impidió que en el seno del PRD
siguieran dándose sorpresas como la que dio Silfa.
El caso de Nicolás Silfa no fue
el único. Los perredeístas llegados del exilio éramos pocos y los que se nos
sumaron en el país no tenían la menor idea de cómo se organizaba un partido; en
consecuencia, no había manera de elegir un Comité
Ejecutivo Nacional que dirigiera
al PRD a nivel nacional, y en esas condiciones estábamos cuando llegó el día de
elegir el candidato a la presidencia de la República porque las elecciones se
celebrarían el 20 de diciembre de 1962. El candidato elegido fui yo, pero antes
de que se hiciera la elección propuse, y fue aceptado por la mayoría del Comité
Político Nacional, que si el candidato presidencial era un perredeísta llegado
del exilio el candidato a vicepresidente debía ser uno de los que se
incorporaron al partido después del 5 de julio de 1961. Los argumentos que
explicaban la razón de ser de esa propuesta fueron varios, pero el primero fue
la necesidad que tenía el partido de demostrarle al pueblo que los que
estuvimos luchando año tras año contra la dictadura de Trujillo no debíamos dar
la impresión de que lo habíamos hecho para beneficiarnos políticamente tomando
para nosotros las posiciones más importantes del país.
(En realidad, aunque no se lo
dije a nadie, lo que perseguía con ese argumento era evitar que tomara cuerpo
una campaña de susurros que había desatado Buenaventura Sánchez, a quien había
oído decir varias veces, en mis viajes por Venezuela, que él sería presidente
de la República porque así se lo hizo saber a su señora madre la comadrona que
lo había parteado basando su profecía en el hecho de que él —Buenaventura
Sánchez— había nacido en una casa que fue propiedad de Buenaventura Báez, el político
que ocupó cinco veces la posición de presidente de la República. Al retornar al
país Buenaventura Sánchez contaba la historia de su nacimiento en la que había
sido una casa de Báez y lo que le dijo a su madre la comadrona que la parteó, y
con ese cuento fue formando un grupo de familiares y amigos de su familia que
al mencionar su nombre agregaban: “El futuro presidente”). Esa actividad de
Buenaventura Sánchez culminó en su elección como candidato vicepresidencial del
PRD en violación del acuerdo que había sido tomado por el Comité Político
Nacional, la más alta autoridad del partido, violación que yo no podía aceptar
porque con ello se establecería el derecho de cualquiera de los perredeístas a
irrespetar los estatutos de la organización y las decisiones de sus
autoridades, y como no veía en los miembros del Comité Político inclinación a
desconocer la elección de Buenaventura Sánchez como candidato vicepresidencial
decidí aislarme de todos ellos mientras durara esa situación y me trasladé, de
la casa de la calle Polvorín donde estaba viviendo desde que llegué al país, a
una de Arroyo Hondo, propiedad de un amigo a quien había conocido en Cuba.
La única persona que sabía dónde
estaba yo era mi hermana Angelita, y la fecha de celebración de las primeras elecciones
libres que tendría el país en 38 años se acercaba rápidamente, pues las
elecciones estaban convocadas para el 20 de diciembre (1962) y mi aislamiento
había comenzado en el mes de octubre. En esa ocasión, el peso de la dirección
del partido cayó sobre Ángel Miolán que condujo la crisis hasta su solución,
iniciada con la renuncia de Buenaventura Sánchez a su candidatura a
vicepresidente y a la elección para ese puesto del Dr. Armando González Tamayo.
El PRD, partido populista
Todos los dominicanos en edad
adulta saben que yo fui elegido presidente de la República, hecho que sucedió
el 20 de diciembre (1962), pero seguramente la inmensa mayoría de ellos no sabe
que el secretario de Estado de Educación del gobierno que presidí fue
Buenaventura Sánchez, dato que ofrezco para que el lector sepa que un líder
político, y sobre todo un jefe de Estado, no adopta posiciones por razones
personales.
Una vez resuelto el problema que
había provocado el compañero Sánchez al violar un acuerdo de la máxima
autoridad del partido, él pasaba a ser merecedor del mismo trato que se les
daba a todos los perredeístas, y su historia en el partido era la de un trabajador
incansable desde que ingresó en el PRD.
Ahora debo aclarar que he estado
haciendo la historia del PRD porque ese partido fue el vientre materno en que
se formó el PLD, pero no voy a hacer la historia del gobierno que encabecé
durante siete meses debido a que mientras estuve desempeñando las funciones
presidenciales el PRD era dirigido por Ángel Miolán y los miembros de su Comité
Ejecutivo Nacional. El 25 de septiembre de 1963 los jefes militares derrocaron
el gobierno, yo fui enviado a Guadalupe en un buque de guerra; de ahí pasé a
Puerto Rico y volví al país dos años
después. Al retornar hallé el partido prácticamente en desbandada porque
la ocupación militar norteamericana fue, de hecho, una acción antiperredeísta.
La debilidad orgánica del PRD hacía imposible que como candidato a presidente
de la República en las elecciones que debían celebrarse el 1º de junio de
1966 pudiera hacer una campaña
nacional y ni siquiera limitada al territorio que ocupaba la ciudad de Santo
Domingo.
Pasadas las elecciones, en las
cuales el PRD sacó algunos senadores y diputados así como síndicos y regidores,
me dediqué a planear una reorganización del partido, tarea en la que trabajaron
conmigo el escritor Bonaparte Gautreaux y el contador
Público Manuel Ramón García
Germán.
El tipo de organización que había
concebido era la división del territorio, empezando por el de la capital del
país, en zonas geográficas que llevarían los nombres de las letras del
alfabeto: Zona A, Zona B, Zona C, y así sucesivamente; cada zona estaría bajo
la dirección de un comité zonal elegido por los miembros del partido que
vivieran en su jurisdicción, pero esa elección sería peculiar porque debían
escogerse candidatos que representaran los diferentes sectores sociales de la
zona correspondiente; además, a la dirección nacional debía agregarse una
Comisión Nacional de Disciplina con autoridad para juzgar a todos los miembros
que fueran acusados de violar los estatutos del partido.
La intención que me movía a
proponer el nuevo tipo de organización tenía su origen en la necesidad, que a
mi juicio era de vida o muerte para un partido político que sustituía los nexos
ideológicos inexistentes que debían unir a todos sus miembros con una
suplantación de la relación que hay entre padres e hijos de una sociedad
formada por grandes mayorías de gentes muy pobres; o dicho de otro modo, el PRD
era un típico partido populista formado por gentes a quienes la alta dirección
tenía que resolverles sus problemas personales, los que se originaban en sus
miserables condiciones materiales de existencia, no los problemas políticos del
país.
El traslado a Benidorm
Siguiendo ese criterio, yo
pensaba que los comités zonales del PRD tendrían en su seno hombres y mujeres
del pueblo ignorantes de lo que es el trabajo político, pero al mismo tiempo en
cada uno de ellos habrían dos, tres, cuatro personas de condición social
diferente a los que componían las bases partidistas, y por ser diferentes entre
ellos se hallarían maestros de escuela, incluso hasta profesores universitarios,
estudiantes, técnicos, abogados, médicos, ingenieros; pero todavía no me daba
cuenta de que la conciencia política no se forma por contagio; eso acabaría
descubriéndolo más tarde, como resultado de un proceso de meditación, estudios
y trabajo intelectual que me llevó a salir del país para dedicarme a escribir
dos libros en los que me proponía exponer los juicios que me había ido formando
acerca de la sociedad dominicana a lo largo de su historia y el proceso de
formación de las sociedades del Caribe a partir de la integración en ellas de
los elementos que participaron en su formación. Esos libros serían
Composición social dominicana y
De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe frontera imperial.
Me decía a mí mismo que la
redacción de esos dos libros, pero sobre todo el primero, era una obligación
sagrada que tenía con el pueblo dominicano porque los textos de historia que
leían sus niños, sus jóvenes y hasta sus mayores eran sólo relatos de los
sucesos que tenían categoría histórica; relatos hechos con la suma de numerosos
relatos de los cuales podía haber pruebas pero no hacía falta que las hubiera
porque de todos modos las pruebas posibles no eran analizadas para sacar de sus
entrañas la verdad o la mentira que tuvieran. Para mí, lo que importaba era que
los dominicanos conocieran no sólo cuáles y cuántos hechos históricos se habían
producido a lo largo de los siglos que tenía nuestro pueblo, sino cómo y por
qué se produjeron esos hechos, cuáles fueron las fuerzas que los formaron. En
síntesis, lo que yo perseguía era iluminar la mente de los dominicanos
describiendo, mediante el análisis de los acontecimientos históricos, las
causas que los provocaron. Para escribir los libros dedicados a esos fines era
necesario salir del país por dos razones; la primera, debía situarme en un
lugar donde se me hiciera fácil tener a mi disposición todas las obras y los
documentos, o por lo menos una parte importante de ellos, en que se relataran
hechos sucedidos en la región del Caribe, incluyendo, como era natural, los
relativos a la República Dominicana y Haití; y segundo, disponer de todo el
tiempo que requeriría el trabajo de estudiar detenidamente todos los documentos
y las obras que pudiera adquirir.
España era el único lugar donde
podía contar con el material de estudio y con el tiempo necesario para
emplearlo, y decidí ir a España, donde contaba con amigos excelentes, a la
cabeza de los cuales se hallaba Enrique Herrera Marín. Una vez decidido el
lugar donde iba a residir envié a Madrid a doña Carmen y a Bárbara y con ayuda
de mis cuñados Pipí Ortiz y Osvaldo Orsini reuní dos mil dólares que me
servirían por lo menos para mantenernos en España el primer año. El viaje sería
en barco desde Venezuela adonde llegué a fines de diciembre de 1967 acompañado
por Domingo Mariotti, y desde el puerto venezolano de La Guaira partimos hacia
España para llegar al comenzar el año 1968.
El lugar de España donde iba a
escribir los libros que me parecían indispensables para conseguir que los
dirigentes del Partido Revolucionario Dominicano adquirieran una dosis de
conciencia política indispensable para hacer del PRD el instrumento de cambio
mental que el país requería fue Benidorm, pueblo de la provincia de Alicante,
donde Enrique Herrera Marín nos brindó hospitalidad en una propiedad suya.
Composición social dominicana fue
escrito en poco tiempo pero quedó terminado en noviembre de 1968 porque tuve
que viajar a Francia, a Inglaterra, a Suecia y Dinamarca, a Holanda, Bélgica,
Alemania, Yugoeslavia y Rumanía. Su primera edición
se hizo en la República
Dominicana en febrero de 1970, cuando todavía yo no había regresado al país; en
cuanto a De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, su
primera edición se hizo en España, en abril de 1970, a pesar de que yo había
hecho la última corrección de pruebas en París, a mediados de junio de 1969.
Además de escribir esos libros y otros más —El Pentagonismo, sustituto del
imperialismo, que fue traducido a varias lenguas—, yo tenía que dedicar tiempo
a contestar la correspondencia, que me llegaba de varios lugares, y a recibir
visitas, entre ellas la del coronel Francisco Alberto Caamaño y la del Dr.
Jottin Cury, y dos veces la de José Francisco Peña Gómez, que todavía no era
doctor, y sucedía que de lo que pasaba en la República Dominicana los que
dirigían el PRD no me daban cuenta. A tal extremo llegó mi aislamiento de la
política nacional que un día envié a la prensa la noticia de mi renuncia a la
presidencia del Partido Revolucionario Dominicano.
Los efectos de esa renuncia
fueron el envío inmediato a Benidorm de un grupo de dirigentes del partido
entre los cuales estaban dos líderes obreros; uno de ellos era el veterano
luchador Miguel Soto y el otro Pedro Julio Evangelista, un agricultor y ganadero que diez años después
sería elegido presidente de la República —Antonio Guzmán—, y otro que sería
Canciller en el gobierno de Guzmán, Ludovino Fernández; además, entre esos
estaba Peña Gómez.
El resultado del viaje a Benidorm
de la comisión del PRD enviada a conseguir que yo retirara mi renuncia a la
presidencia del partido no fue conocido ni por los comisionados ni por nadie
porque yo no lo dije nunca. Es ahora, más de veinte años después, cuando voy a
hacerlo público: exactamente un día después de haberse ido ellos hacia Madrid,
donde tomarían el avión para volver a Santo Domingo empecé a elaborar el plan
de reformas del PRD que no pudieron ponerse en vigor en el PRD pero se pondrían
en vigor en el PLD.
Voy a explicar lo que acabo de
decir. Lo que expusieron los comisionados, con la excepción de Miguel Soto, me
impresionó negativamente a tal punto que me dejó convencido de que el pueblo
dominicano no podía esperar del PRD nada bueno porque sus dirigentes ignoraban
totalmente los problemas del país y ninguno de ellos tenía interés en
conocerlos. El trabajo de reorganización del partido que había hecho yo, con la
ayuda de Gautreaux y García Guzmán, no había sido aplicado sino en sus aspectos
superficiales, como el de denominar con las letras del alfabeto los comités perredeístas.
Para los líderes del PRD la política se había reducido a actividades de tipo
personal, llevadas a cabo a niveles de amigos o enemigos. Mis conclusiones eran
realmente negativas y deprimentes, pero yo no podía darme por vencido; no podía
abandonar a las masas del pueblo renunciando al partido que me había hecho su
líder y me había llevado a la presidencia de la República, y al fin tomé la
decisión de luchar para convertir el PRD en una organización viva, creadora,
consciente de que tenía un compromiso con los fundadores de la República: el de
convertir en hechos lo que ellos soñaron cuando organizaron La Trinitaria. Mi
estado de ánimo era indescriptible porque sabía que tenía que tomar decisiones
muy serias, pero ignoraba cómo tenía que actuar, qué planes elaborar, qué
líneas seguir.
Una desorganización política
En ese estado de ánimo, nos
fuimos Carmen y yo a París y allí nos alojamos en la casa que ocupaba Héctor
Aristy, y fue en esa casa donde empecé a concebir las reformas que debían
hacérsele al PRD. Lo primero que pensé fue en la formación de círculos de
estudio que se encargarían de enseñarles a los miembros de los comités de base,
empezando por los de la Capital, qué era la actividad política, cómo debía ser
llevada a cabo y con qué métodos debía ser aplicada en cada caso, esto es,
cuando se trataba de gente del pueblo analfabeta o de profesionales y
estudiantes universitarios. Yo ignoraba que Lenín había formado círculos de
estudio en Rusia en los primeros años del siglo XX, de manera que la idea de
crear unos cuantos en la República Dominicana fue una idea mía; pero no me
quedé en eso. En primer lugar, los círculos de estudio del PRD tendrían como
material de estudio folletos que escribiría yo, y fundamentalmente esos
folletos serían de temas históricos, en cierto sentido, una adaptación de lo
que había dicho en Composición social dominicana pero presentada en pocas
páginas y además pequeñas. El primer círculo sería organizado con una parte de
los miembros del Comité Ejecutivo Nacional, que era el organismo más alto del
partido, y pensaba que con una parte nada más porque sabía que entre ellos los
había que carecían de la base cultural indispensable para leer y asimilar el
material que iba yo a escribir.
Yo había vuelto al país el 17 de
abril de 1970 y el folleto número uno fue escrito el 2 de agosto de ese año; el
10 de ese mes escribí el número dos, el número tres fue escrito en septiembre y
el cuarto en octubre; el número nueve lo fue un año después. Los folletos se
vendían sin beneficio para el partido ni, naturalmente, para su autor, pero los
círculos de estudios no se formaban, excepto en el caso de los cuatro o cinco
que organicé yo mismo. La dirección del PRD no se daba cuenta de la importancia
que tenía, para un partido político, formar intelectual e ideológicamente a sus
miembros. La creación de métodos de trabajo, que debía ser una tarea de los
círculos de estudios, no se llevaba a cabo, salvo en el caso del denominado
unificación de criterios que ha sido tan fecundo en el PLD.
El PRD que encontré a mi vuelta
al país era, en vez de una organización política, una desorganización política
y social. La Casa Nacional, local de la dirección partidista, estaba
prácticamente en ruinas; en la parte baja de una construcción de dos plantas
que había en el patio, unos vivos pusieron un expendio de mercancías de mesa, y
en la parte alta vivía, con toda su familia, el secretario de asuntos
campesinos del Comité Ejecutivo
Nacional; por lo demás, en la
parte principal vivían y dormían hombres y mujeres; si llovía, el agua caía en
el piso como caía en el patio o en la calle. Para reparar el edificio les pedí
a mis hermanos que vendieran una de las propiedades que nos habían dejado en
herencia nuestros padres y de la parte que me tocaba yo quería sólo 2 mil pesos
—entonces el peso equivalía al dólar estadounidense—, cantidad que usé en
reparar la Casa Nacional, de la cual ordené sacar, cargado, al secretario de
Organización del Comité Ejecutivo Nacional porque compartía su puesto en la
alta dirección del PRD con
la dirección del PACOREDO
(Partido Comunista de la República Dominicana) y lo hacía con un desparpajo
increíble.
De la oficina secreta a la
revista Política
A Domingo Mariotti, que salía de
España hacia Santo Domingo, le pedí que me trajera cien ejemplares del libro De
Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, para venderlos a
quienes pudieran pagar por cada uno de 50 a 100 pesos porque el partido no
había organizado una recaudación de fondos que le permitiera pagar la renta del
local, la luz eléctrica, el teléfono y un salario para las dos mecanógrafas que
echaban allí sus días y a menudo también los sábados y los domingos, y mucho
menos se le cubrían sus necesidades a la persona que actuaba como director de
la Casa Nacional. Los libros se vendieron, pero del dinero que me enviaron los
compradores llegaron a mis manos sólo 250 pesos. El desorden era de tal
naturaleza que para agenciar fondos con que atender a las necesidades de la
dirección del partido monté una oficina secreta, que establecí, bajo la
dirección de Nazim Hued, en el último piso del edificio de la calle del Conde
donde estaba la Ferretería Morey y ahora está la Ferretería Cuesta. En el
montaje de esa oficina se trabajó con tanta sutileza que ningún dirigente del
PRD se enteró de ello, ni siquiera los que yo sabía que eran honestos porque
alguno podía contarle a otro que no tuviera esa condición que en el tercer piso
del edificio ocupado por la Ferretería Morey estaba funcionando un local del
partido dedicado a la recaudación de fondos, y nadie sabía lo que podía pasar
si esa noticia caía en oídos de gente como ciertos perredeístas de cuyos
nombres no quiero acordarme.
Para crear la afluencia de
fondos, aunque fueran reducidos pero seguros, organicé con algunos amigos,
entre ellos médicos respetados, reuniones semanales en las que participaban
posibles cotizantes, la mayoría de los cuales aceptó comprometerse
a dar una cuota mensual para el
PRD, y de los miembros de fila del partido dos fueron escogidos para llenar las
funciones de cobradores, y uno de esos dos sustrajo 800 pesos —que insisto,
equivalían a dólares— que cobró de los cotizantes pero no llevó a la oficina
secreta que dirigía Nazim Hued. Empeñado en producir al mismo tiempo educación
y fondos para el partido ordené la publicación de un libro mío, escrito en 1959
en Venezuela, donde tuvo dos ediciones: Trujillo: causas de una tiranía sin
ejemplo, y la publicación de la revista Política: Teoría y Acción, Organo
Teórico del Partido Revolucionario Dominicano, cuyo primer número correspondió
a mayo de 1972. De esa revista se publicaron doce números, todos ellos no sólo
dirigidos sino hechos por mí a tal extremo que lo que se publicaba en sus
páginas sin firma era obra mía, y los artículos traducidos del inglés y del
francés también eran obra mía porque yo tenía que hacer el papel de
mecanógrafo, de traductor, de director, de corrector de originales y
composición debido a que en el PRD, salvo algún que otro artículo de Franklin
Almeida, Arnulfo Soto, Amiro Cordero Saleta, Máximo López Molina y uno de José
Francisco Peña Gómez, que ya era doctor y lo firmó con ese título, nadie se
ofreció a colaborar para mantener en circulación la revista. Hasta la sección
titulada “Teoría y acción en el ejemplo histórico”, que apareció en diez de los
doce ejemplares de la revista que se publicaron, tuve que escribirla yo, así
como la contraportada de las carátulas de los doce ejemplares.
Esa revista demandaba trabajo,
porque era de cien páginas, pero ningún dirigente perredeísta se ofreció a
escribir para ella. Es más, Peña Gómez hizo su único artículo a petición mía.
Peña Gómez había vuelto al país,
desde Nueva York, tras una larga estancia en Francia y luego en Estados Unidos.
Creo recordar que su regreso tuvo lugar el 2 de noviembre de 1972, y a poco de
llegar anunció en Puerto Plata que pronto iban a sonar en la capital de la
República los estampidos de las metralletas. Eso sucedía en los primeros días
de enero de 1973, y en febrero llegaba al país Francisco Alberto Caamaño. El
día de su llegada se supo en Santo Domingo, por transmisión de rumores, no
porque Caamaño se lo hiciera saber a alguien.
Ese día era lunes y para analizar
el cúmulo de rumores que se movía con la rapidez y el secreto de los ríos
subterráneos nos reunimos en la casa de Jacobo Majluta varios miembros de la
dirección del PRD, entre ellos Peña Gómez, que desapareció de la sala después
que él y Majluta se separaron del grupo para ir a esconder sendos revólveres
que habían estado exhibiendo de manera ostentosa seguramente con la intención
de impresionar a los que estábamos reunidos con ellos haciéndose pasar por
hombres dispuestos a morir combatiendo como leones si se aparecían por allí
agentes de la fuerza pública. Cuando se nos dijo que la policía estaba
registrando la casa vecina, yo, y conmigo dos personas más, pasamos a la casa
que se hallaba en dirección opuesta a la que estaba siendo registrada, y en la
que entramos había buscado refugio Peña Gómez, que salió de esa casa, a poco de
llegar nosotros, y fue a refugiarse a varias cuadras de distancia. A partir de
ese momento, Peña Gómez, secretario general del PRD, y yo,
presidente del mismo partido, el
único presidente que había tenido esa organización política, mantuvimos alguna
relación, muy débil y al mismo tiempo muy desagradable debido a que él se
sentía respaldado por una fuerza superior, un poder extrapartido que lo llevó a
proclamar que él era un astro con luz propia, palabras arrogantes con las
cuales se situaba en un mundo aparte, ocupando un trono que lo colocaba por
encima de los estatutos y por tanto de las autoridades legítimas del PRD.
No había que ser un lince para
darse cuenta de que las arrogancias de Peña Gómez estaban dirigidas a mí, y ni
él ni ninguno de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del partido se
daban cuenta de que yo sabía ya que el PRD había dejado de ser lo que diez años
atrás creí que podía ser. La posibilidad de ir al poder con el PRD de 1973 era
algo que me preocupaba seriamente. ¿Cómo podía yo exponerme a ser candidato
presidencial perredeísta para las elecciones de 1974? ¿Qué podía sucederme si
era elegido presidente de la República? ¿Con quiénes iba a gobernar si en el
PRD no llegaban a cien los
hombres y las mujeres que tuvieran desarrollo político, conocimiento de los
problemas del país y que además fueran incapaces de usar los cargos públicos en
provecho propio?
Ni Peña Gómez ni ninguno de los
miembros del Comité Ejecutivo Nacional del PRD se dieron cuenta de cuál era mi
estado de ánimo, y por ignorarlo varios de ellos se quedaron petrificados
cuando en la reunión del 14 de noviembre de 1973, al lanzarse Peña Gómez contra
mí en lenguaje irrespetuoso y con la mirada cargada de odio respondí sin
palabras, poniéndome de pie y saliendo del pequeño salón en que se reunía el
Comité Ejecutivo Nacional, Salí de allí y del PRD para siempre, y a los cuatro
días de eso hice llegar a los periódicos la noticia de que había renunciado a
la presidencia y a la militancia del Partido Revolucionario Dominicano. (LA PRÓXIMA ENTREGA LOS ORÍGENES DEL PLD)
PRIMERA ENTREGA:
SEGUNDA ENTREGA HACER CLIK: http://domingonunez.blogspot.com/2012/07/segunda-entregabosch-su-autobiografia.html
PRIMERA ENTREGA:
SEGUNDA ENTREGA HACER CLIK: http://domingonunez.blogspot.com/2012/07/segunda-entregabosch-su-autobiografia.html
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