El día después de la muerte de Trujillo


Un  día como  hoy de  1961, en  horas  de la  tarde, en  la fecha  siguiente al ajusticiamiento de Rafael   Leónidas  Trujillo, fue  cuando   me  enteré  de  la trascendental  noticia. No había  cumplido los nueve  años; vivía  en la Cueva de Cevicos,  en  Cotuí,  un  poblado  que  para   entonces  debía  tener  unas  mil  familias.


30 Mayo 2013, 10:32 PM
El día después de la muerte de Trujillo
Vendrían períodos de tumulto, agitación, de contradicciones
Escrito por: DIÓMEDES NÚÑEZ POLANCO
Un  día como  hoy de  1961, en  horas  de la  tarde, en  la fecha  siguiente al ajusticiamiento de Rafael   Leónidas  Trujillo, fue  cuando   me  enteré  de  la trascendental  noticia. No había  cumplido los nueve  años; vivía  en la Cueva de Cevicos,  en  Cotuí,  un  poblado  que  para   entonces  debía  tener  unas  mil  familias.
La noticia se hizo presente porque los contados espacios  públicos amanecieron  con la bandera nacional  a media  asta, sin que  se  supiera  porqué; la conmoción y los movimientos  desgarradores de la  gente, que  poco después se colocó brazalete negro: unos lloraban y  otros recolectaban todo el arsenal disponible  en  pulperías y en el único  almacén del  pueblo: se  recogió  la mayor  cantidad de  machetes (en sus  versiones de mochas  y colines): el  jefe  de puesto, sargento Ángel Batista, convocó a los comerciantes  y demás personas  importantes de la  sección para  instruirles que  debían  armarse para patrullar y defender el cuartel policial ante   el  peligro  de que esa noche  fuera  atacado por “los  comunistas  enemigos  de la democracia  y  de la  paz.”
Aquel  mundo  idílico en que  vivíamos era ajeno a toda dictadura, a asesinatos de  opositores  al  régimen, que  muchas  veces  no sólo  incluía  al   rebelde: la persecución  se  extendía a toda la  familia.  El universo  de  entonces  era  el furor  de la  infancia en aquella  comunidad,  que entendíamos   encantada: la  escuelita, frente a la  llave  pública,  con agua  extraída  por  molinos de viento;  los modales y  la  pasión  magisterial  de  don Manuel  Peña,  que  nos  alfabetizó  a todos.
Asimismo, las excursiones hacia las cuevas de los  indios, llenas de murciélagos y  su guano (excremento),  que  se  usaba  para  fertilizar  la  tierra; las  fiestas en el bar  de Hipólito Vásquez y  de  Lucía, que  alborotaban al vecindario, las   procesiones  de  Semana  Santa, las misas  de  domingo y días de guardar; toda la  religiosidad  giraba  en  torno a  un  santo varón, el párroco Ernesto Roque Frías,  y  su  dinámico   catequista,  cuyas lecciones de catecismo sembraban la  aldea  de  espiritualidad. En  1958,  Octavio  Rodríguez  llevó  a  su almacén  la  primera  televisión, una especie de  cine para la  comunidad. En  la  Semana  Aniversario de La Voz  Dominicana, hoy  Corporación Estatal de Radio y Televisión (Certev),  hasta allá llegaban los  festejos  a  través del  canal. Por  cinco centavos se disfrutaba  de  artistas  como  Libertad  Lamarque, Lola Flores, Amalia  Mendoza, “La Tariacuri”, el actor  Fernando  Fernández, Celia   Cruz, La  Sonora  Matancera, entre otros.
Habíamos llegado  a la  Cueva en  abril de  1959, desde Santiago. En un camión  viajaban  la  mudanza y toda  la  familia, incluido  el  que  estaba  en el vientre de  nuestra madre:  Miguel  Núñez. Poco  después llegarían por Maimón, Constanza y  Estero  Hondo los expedicionarios  de la  Raza  Inmortal, estocada  fundamental  a  la   dictadura , junto con  los  efectos  en el  Caribe   de  la  minicrisis  financiera norteamericana  de  1957.  Era tan  intenso  el  terror  de la  época, que  ya  se  había  convertido  en atmósfera. 
Días  después  del  ajusticiamiento  del  tirano, fue  saqueada  en  Chacuey, en las cercanías  de la  Cueva, una  finca de  Juan  Tomás  Díaz,  quien  junto a  Antonio de la  Maza, encabezó  el grupo  de  valientes  de la  gesta  del   30  de mayo de  1961.
Aquel día  después del ajusticiamiento, ya casi  al  anochecer,  me acerqué  a  un  pequeño  grupo  de  jóvenes  que  conversaban  frente  a la  farmacia  de   Amado  Robles.  Aún  recuerdo  la  afirmación de   Alberto  Polanco: “Esto  se  embromó. No  habrá  quien  arregle esto, quien  controle  la  situación”.
Ahí  se  expresó la  intuición  popular. Después  de  tanto tiempo de  paz y  tranquilidad,  los  31  años de la  tiranía, aunque  fuera   en base a  palos y trancas,  como  lo definió   alguien, vendrían períodos  de   tumulto,    agitación,  de  muchas  contradicciones,  de  luchas.
Tras   la  decapitación de   la  dictadura y  la elección  de   Juan  Bosch  como   presidente  de la  República  en  octubre de   1962,  pudo iniciarse  la  etapa  de la    transición  democrática. Pero  se  tronchó  esa  posibilidad   con el  golpe de   Estado  de  1963. Aparte  de factores  como  la  Guerra Fría, cargada  de ideología  y  desconfianza, así  como  intereses   nacionales  y  externos en  juego, el  derrocamiento  del  experimento democrático  y  social  de   1963 estuvo determinado también  por la  ausencia de la   sustancia   económica,  social,  política  y  cultural que    sustentara   ese   proceso,  que  Bosch   calificó de  revolución  democrática.
Es la  convulsa  etapa  que  vivió el país  desde  entonces  hasta   1978, por lo  menos, con el  triunfo  del  Partido  Revolucionario  Dominicano   y  don  Antonio  Guzmán, y  que  tanto  inquietaba  al  joven Alberto Polanco, el  día  después  de  la  muerte   del  sátrapa, ha  seguido  superándose  hasta  nuestros  días. De más  en  más.

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