Artículo de Leonel Fernández para Listín Diario




Umberto Eco es un notable escritor italiano que conquistó reconocimiento internacional con su novela El Nombre de la Rosa, y por sus estudios sobre semiótica, lingüística, crítica literaria, filosofía, estética e historia medieval
Nos recibió en su elegante apartamento, ubicado en el Foro Bonaparte, una exclusiva zona residencial en el corazón de la ciudad de Milán, en Italia. Al verle, me sorprendí. Por su notable parecido físico, por un instante me pareció que estaba en presencia de Luciano Pavarotti, el afamado tenor lírico italiano, cantante de óperas y otros géneros musicales.
Pero no, en realidad era Umberto Eco, otro ilustre italiano, de la misma región del Piamonte, quien había conquistado el reconocimiento internacional con su novela, El Nombre de la Rosa, así como por sus diversos estudios sobre semiótica, lingüística, crítica literaria, filosofía, estética e historia medieval.

Personalmente, había cultivado un interés especial por la figura de Umberto Eco desde fines de los años setenta, cuando empecé a inclinarme por los estudios de teoría y sociología de la comunicación, lo que posteriormente me resultó muy útil al ser designado profesor de estas asignaturas en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

A Eco lo descubrí inicialmente con la lectura de un breve trabajo, titulado, Apocalípticos e Integrados, el cual aborda el tema de los mitos en el mundo moderno y la disyuntiva de las interpretaciones pesimistas y benévolas frente al auge de la sociedad y la cultura de masas.

La lectura de ese primer texto, me condujo luego a otros de su autoría, como, por ejemplo, Obra Abierta, La Estructura Ausente y Tratado de Semiótica General. Este último, inclusive, lo utilizaba como libro de referencia en las aludidas cátedras de la UASD.

Estando ahora en presencia del maestro a quien tanto había venerado por su inteligencia prodigiosa y su proverbial erudición, le pregunté cómo se había iniciado en esos estudios, cuáles influencias o estímulos iniciales había recibido.

Me contestó que todo había empezado en la Universidad de Turín, de la que se graduó con un doctorado en Filosofía, en 1954, con la elaboración de una tesis sobre la problemática de la estética en Santo Tomás de Aquino.

Iba a continuar, cuando su esposa, Renate Ramge, una alemana, profesora de arte, de una cordialidad y sencillez notables, nos interrumpió, ligeramente, para bridarnos, a mí y al grupo que me acompañaba (integrado por Laura Faxas, Eddy Martínez, Marco Herrera y Atilio Perna) algo de comer y de tomar.

Comunicación y cultura
Reanudando el diálogo, recordó que con posterioridad a sus estudios universitarios trabajó durante cerca de tres años en la televisión italiana, y que fue ahí, durante esos años, cuando empezó a prestarle atención al fenómeno de la comunicación y la cultura de masas.

También indicó que para esa época inició contactos con un grupo de artistas, escritores, pintores, escultores y músicos, el llamado Grupo 63, que se dedicaba a la reflexión y a la creación de un arte de tipo experimental y de nueva vanguardia.

Fue de ese núcleo de artistas e intelectuales donde descubrió y empezó a estudiar, según nos contó, a un conjunto de autores relacionados con la lingüística y la semiótica, como fueron los casos del francés Roland Barthes, del suizo Ferdinand de Saussure y del ruso Roman Jakobson.

La lectura de estos autores lo motivaron, con posterioridad, al análisis de los planteamientos de la escuela estructuralista y post-estructuralista francesa, en las obras de escritores como Jean Baudrillard y Jacques Lacan; a los teóricos de la escuela de Francfort, principalmente a Herbert Marcuse y Theodor Adorno; y a los maestros modernos de la comunicación como Marshall McLuhan y Charles Sanders Pierce.

La absorción e integración crítica de los conocimientos aportados por los escritores y pensadores previamente indicados, así como de otros, le permitieron a Umberto Eco desarrollar una perspectiva de la realidad distinta a la noción del conflicto y de la lucha de clases que se difundía desde el marxismo clásico.

Para Eco, no es que el conflicto y la lucha de clases no existieran, sino que, en su criterio, había otras formas de interpretación del fenómeno social y de la cultura de masas, que él pretendía realizar a través del análisis de la interacción simbólica de la sociedad, la teoría de los signos, del código de significados y de lo que él denominó como estudio de la textualidad.

No cabe dudas que en los trabajos de semiótica de Umberto Eco, como en los de los demás autores, hay una cierta oscuridad, tanto conceptual como de lenguaje, que, en principio, desalientan a cualquier lector no advertido.

Sin embargo, es preciso decir que mediante el estudio riguroso y la discusión sistemática, esa dificultad inicial no sólo lograr superarse, sino que luego descifrar a esos autores y descomponer sus ideas se hace hasta placentero.

Obviamente, no podíamos disfrutar del privilegio de un encuentro con Umberto Eco sin hacer referencia a la otra faceta de su condición de escritor: su obra de ficción.

Hasta ahora, son seis las novelas publicadas por el insigne maestro italiano: El Nombre de la Rosa, El Péndulo de Foucault, La Isla del Día Antes, Baudolino, La Misteriosa Llama de la Reina Loana y El Cementerio de Praga.

Pero, por razones de tiempo, fue sobre la primera, El Nombre de la Rosa, la que preferimos compartir con su autor, que, como se recuerda, fue llevada a la pantalla en 1986, por el director de cine francés, Jean Jacques Annaud.

Contenido de una obra

En la novela, que se estructura alrededor del tenso ambiente religioso de finales del período medieval, se narra la investigación que realiza el franciscano Guillermo de Baskerville (Sean Connery en la película), y su ayudante, Adso de Melk, en relación a una misteriosa oleada de crímenes que afectan a varios monjes recluidos en una abadía.

En su investigación, los protagonistas de la novela descubren que las muertes de los monjes se producen, no porque sigan la pauta de un pasaje del Apocalipsis, como sugiere Jorge de Burgos, el ciego bibliotecario de la abadía, sino por la existencia de un libro envenenado, el cual se creía perdido, y que no era otro que el segundo volumen de la Poética de Aristóteles.

Ese libro, más que perdido, había sido prohibido porque supuestamente violentaba los dogmas sagrados de la Iglesia; y fue sobre la base de haber burlado ciertos principios y normas del funcionamiento de la abadía como Guillermo y Adso descubrieron una impresionante biblioteca que se encontraba en una especie de laberinto de la institución.

Al llegar ahí encuentran al ciego bibliotecario, quien mantiene oculto el libro, y tras un ácido enfrentamiento con Guillermo de Baskerville empieza a devorar sus páginas envenenadas. Mientras discuten y forcejean por tener control del libro, una lámpara cae, en forma accidental, dando origen a un incendio que reduce a cenizas tanto a la biblioteca como a la abadía.

Al repasar la trama de su novela, Umberto Eco nos reconoce que en el aspecto detectivesco de la misma, hay un reflejo de las lecturas realizadas durante años de la obra de Ian Flemming, el creador de James Bond, el agente 007; de Conan Doyle, padre espiritual de Sherlock Holmes; o de Agatha Christie, quien le insufló vida al investigador ficticio Hércules Poirot.

Pero es al examinar el caso del bibliotecario ciego, Jorge de Burgos, cuando surgen algunos de los momentos más reveladores de nuestro diálogo. Admite que ese personaje fue concebido en homenaje al escritor argentino Jorge Luis Borges, quien, de igual manera, estando ciego fue director de la Biblioteca de Buenos Aires.

Más aún, Jorge Luis Borges es autor de un cuento, titulado, La Biblioteca de Babel, que figura en la colección de relatos, El Jardín de Senderos que se Bifurcan, en el que se narra acerca de una biblioteca que parece infinita a la vista de cualquier ser humano, que existe desde la eternidad y contiene todos los libros posibles, en todos los idiomas, tanto en los conocidos como en los no conocidos.

En el relato de Borges, la biblioteca es un universo, y eso es lo que capta el interés de Umberto Eco, quien mediante un manejo simbólico la introduce en El Nombre de la Rosa, expresando de esa manera, su respeto a la capacidad creadora e imaginativa del maestro argentino de la narrativa.

Durante varios años, sin embargo, el autor de El Nombre de la Rosa, según nos confesó, albergaba una pena.

“Uds. saben –dijo– que un escritor a veces crea un personaje en su narración, concibiéndole de una manera determinada, pero de repente este se escapa de control y toma un camino completamente diferente del que originalmente se había pensado”.

Eso le pasó con el personaje Jorge de Burgos, concebido en honor a Jorge Luis Borges. Pero el personaje de ficción terminó convertido en un villano, y Umberto Eco temía que el argentino creyese que lo había hecho intencionalmente con un propósito malsano.

Se cuenta, sin embargo, que cuando Borges se enteró no hizo más que reírse a carcajadas. Lo único que verdaderamente le había preocupado era que aparecía devorando el libro envenenado.

Casi dos horas habían transcurrido de nuestra visita al ilustre escritor italiano. Nos pusimos de pie para despedirnos, pero él nos indicó que nos sentáramos de nuevo. Quería seguir departiendo. Doña Renate volvió a hacernos otro brindis.

Fue entonces cuando aproveché para invitarle a visitarnos a la República Dominicana. Inmediatamente respondió que lo haría con mucho gusto, pero que ese viaje le resultaba complicado debido a un persistente dolor en la espalda que le impide hacer vuelos de más de dos horas.

Me dijo que ya tenía 82 años de edad y que aunque me deseaba también una larga vida, tantos años representaban una carga. Le expresé las gracias y le manifesté que a pesar de que ciertamente los años pesan, resultan mejor a cualquier otra alternativa. Nos sonreímos y acordamos mantener la comunicación en el futuro.


Fue un encuentro inolvidable.


Leonel Fernández
El autor es expresidente de la República
Publicado en Listín Diario

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