A las puertas de la razón y del corazón



Importa poco si Stephanie (¿Estéfani?) Moreno desconoce que en una novela romántica escrita hace ya 150 años se recoge el argumento central del drama de su joven vida, tan corta y sencilla que podría resumirse en un capítulo breve pero que en su caso, muy especial, único, el avance científico lo ha hecho saltar a las páginas frontales de los periódicos y a la conciencia de nuestra sociedad. No tiene por qué saber que la versión musical de esa obra tiene en las grandes plazas teatrales del mundo más años en cartel que ella de edad, tanto por la calidad de la música como del libreto, pero, sobre todo, porque de alguna manera los temas de Les misérables conservan la misma vigencia que cuando Víctor Hugo se inspiró en las convulsiones sociales de 1832 en Francia para escribir esa obra magna.
Ella es la única mujer dominicana que vive con un corazón ajeno. Los médicos le han levantado una condena inexorable a muerte y, al hacerlo, le han abierto las puertas a otra existencia. Pero esa nueva vida cortesía de la ciencia demanda un cambio de hábitat, lejos de la insalubridad en que se desenvolvía antes con su familia en uno de esos barrios paupérrimos que reflejan las contradicciones de nuestro país: podemos trasplantar corazones mas no cambios sociales definitivos que nos libren de otra condena, más lenta en cumplirse pero con la misma efectividad letal que una cardiopatía severa.
Ocho semanas en una sala de la Plaza de la Salud a la espera de un donante, enferma también de angustia. Expectación con más interrogantes que respuestas, con los dos hijos al cuidado de extraños. Sin dinero, solo las esperanzas exiguas de un futuro diferente a fuer de ignorar los malos augurios del presente y un pasado de precariedades. La operación fue un éxito. Dos meses después, aún los médicos no permiten que Stephanie Moreno se marche. Saben que la tendrían de vuelta, la condena a muerte renovada esta vez por la pobreza. La marginalidad rechaza los corazones trasplantados, y no a la inversa. Hablamos de necesidades básicas, de esas cuya cobertura nos corresponden por el simple hecho de ser humanos pero que, en la práctica, se convierten en la fábula de que todos nacemos con el pan debajo del brazo. A Stephanie le urge una casa con acceso a agua potable, limpia, con piso, techo confiable, un baño, en fin, una vivienda digna, quizás similar al albergue que el obispo Myriel le dio a Jean Valjean en la ficción de Víctor Hugo. Ella carece de los recursos que su nuevo estado requiere, las condiciones de vida a que todos en teoría somos acreedores. Salir de la inmundicia, un acto de justicia, es ahora, en su caso, una cuestión de caridad, pública o privada.
Sin proponérselo, Stephanie Moreno nos coloca de sopetón frente a un conflicto ético y revive el tema inacabable de los conflictos sociales y económicos, de la compasión y del amor, de la redención, de las injusticias. Ella, con dos hijos, víctima de circunstancias que la oprimen y que intenta sobrellevar con la venta de huevos hervidos en una esquina cualquiera de un Santo Domingo cada vez más deshumanizado, cabría en Les misérables con su corazón nuevo en un mundo viejo.
El campo para la reflexión es extenso y plagado de riesgos. De entrada, asalta la duda sobre la pertinencia de una operación tan sofisticada como el trasplante de uno de los órganos anatómicos fundamentales y del cual dependen todas las funciones biológicas de los demás. Arrastramos la pobreza desde el descubrimiento mismo y necesidades tan perentorias como el acceso a servicios primarios de salud continúan insatisfechas. Si enfermedades como la malaria son un azote terminal, decenas de miles de dominicanos carecen de agua potable y las atenciones materno-infantiles acusan fallas severas, ¿debemos consumir millones de pesos y los esfuerzos de médicos eminentes en trasplantar un corazón en un país donde las diarreas infantiles motivadas por la insalubridad y la ignorancia determinan un nivel inaceptable de mortalidad infantil?
Aunque una inversión pública, la Plaza de la Salud asemeja en mucho una clínica privada. Empero, sin atención al balance de ingresos y egresos jamás se hubiese alcanzado el nivel actual de excelencia ni reclutado un plantel de médicos competentes, brillantes en las diferentes especialidades. El patronato que lo dirige merece respeto y su dedicación y responsabilidad están por encima de toda sospecha. Como hospital moderno, cuenta con un equipo humano que evalúa las circunstancias sociales de los pacientes que no pueden pagar el alto coste de la medicina eficiente. Una ligera evaluación arrojaría que el éxito de la operación a que se sometería Stephanie era incompatible con la abyección de sus circunstancias. Entonces, ¿por qué hacerla y castigarla con la incertidumbre de un futuro inmediato sin perspectivas?
Leía no hace mucho, creo que en The New Yorker, el relato conmovedor de alguien a cuya esposa, víctima de un cáncer agresivo, se la sometió a cuantos procedimientos el presente estadio del desarrollo de la medicina provee para casos similares, algunos en etapa de experimentación y extremadamente costosos. Con la muerte a plazo fijo, inexorable, inminente, los médicos seguían los protocolos acordados para tratar cada condición del deterioro físico del paciente que se les venía encima, sabedores de que una crisis seguiría a la otra y que, sin importar cuantos pasos estratégicos dieran y drogas administraran, la batalla estaba perdida sin remedio. Pero no, la práctica de la medicina responde a una ética que dicta la razón y no el corazón. La única apuesta válida es por la vida, aun si su prolongación causa sufrimientos y pesares a los familiares del paciente. Les está vedado aceptar como un acto de compasión que la muerte llegue sin ralentizar su velocidad, solo paliando el dolor para hacer lo inevitable lo menos doloroso posible.
Aparte de la dimensión social que acarrean factores como el uso de los recursos públicos aparentemente más útiles si se dedicaran a toda la colectividad, la arista ética del caso de Stephanie Moreno es también personal y familiar. Con la osadía del ignorante me atrevería a asegurar que la calidad de la salud en el caso de los trasplantes cardíacos está profundamente condicionada por el ingreso y la educación. Se necesitan medicinas y cuidados especiales. Hay que aprender hábitos alimenticios y de vida diferentes, más a tono con alguien educado y en capacidad de entender el laberinto físico y emocional de llevar en el pecho un corazón que ya latió en otro cuerpo. La hoja sicológica de esos pacientes debe ser tan compleja como la clínica. Los traumas que produce imaginar al donante, siempre anónimo, elucidar cómo le advino el final y, más que nada, resolver el conflicto de vivir porque otro murió, suponen una gran templanza y capacidad de discernimiento.
Que República Dominicana sea un país en vías de desarrollo no lo coloca al margen de la tecnología y del conocimiento. Por el contrario, hay consenso en que ambos son indispensables en la superación de los obstáculos para el crecimiento material y humano. Cuando en diciembre del 1967 el cirujano Christiaan Barnard le colocó un corazón ajeno al dentista Louis Washkansky en el hospital Groote Schuur de Ciudad del Cabo, el grado de desarrollo relativo de África del Sur no era mayor que el de nuestro país hoy en día. Se trata, sin embargo, de un procedimiento que se realiza mayormente en países ricos, caso de los Estados Unidos, donde tres mil quinientas de esa eficiente bomba aspirante-impelente cambian de dueño cada año. El prominente científico sudafricano aprendió los rudimentos de la técnica que luego perfeccionó durante sus dos años de entrenamiento en un hospital de Minnesota.
El derecho a la vida de Stephany Moreno no admite cuestionamiento, aun si implica el uso de recursos públicos que estarían también ejemplarmente empleados en actividades del interés de la sociedad toda. Incluso, una vida por otra tiene justificación en circunstancias particulares. El dilema moral y ético adquiere matices de acuerdo a las circunstancias. Dentro de ese ámbito de decisiones difíciles y de consecuencias, se sitúa la recomendación de un juez británico en 2001 y que me sirvió de base para un artículo en la revista Rumbo que dirigía y titulé Mary debe morir. Los médicos habían determinado que de separar a las siamesas, Jodie tenía más posibilidades de vida porque su corazón era el que alimentaba a Mary, entre otras falencias clínicas. Los padres, católicos practicantes, se oponían a la operación por aferrarse a una definición estrecha del derecho a la vida. El juez Ward de una corte de apelación ordenó que los médicos separaran a Jodie de Mary, consciente de que esta no sobreviviría.
En igual encrucijada se vio otro prominente médico, pediatra, que luego llegaría a cirujano general de los Estados Unidos en la administración de Ronald Reagan, C. Everett Koop. Una vida por otra. Dubitativo, atormentado por su conciencia, condicionó el procedimiento a una orden legal e inmunidad en caso de cargos por homicidio. Ese mismo cirujano pediátrico operó exitosamente a las siamesas dominicanas de San José de Ocoa, en el otoño de 1975. Cuando lo entrevisté en el Hospital de Niños de Filadelfia para el periódico Última Hora donde trabajaba en ese entonces, me habló de su profunda fe religiosa y de que oró cuando en medio de la operación sobrevino una hemorragia intensa y temió lo peor. Sus convicciones religiosas estaban en la balanza.
Stephany Moreno debe vivir. Falta la solidaridad social que asoma en la novela de Víctor Hugo para que tenga un techo y el éxito de la ciencia devenga vida en dignidad. Si bien el interés de la colectividad está por encima del individual, su caso es especial por cuanto marca un hito en el desarrollo de la ciencia y de la medicina en el país. Encasillarse en que primero hay que resolver las cuestiones elementales sería una condena al atraso. Preferible la vieja estrategia china de enfrentar el subdesarrollo por los dos costados, con una cara hacia el presente y otra hacia el porvenir.
El cambio de un corazón enfermo por uno sano es como un sueño. Una redención. Un renacimiento. Un poco de generosidad hará que florezcan las ilusiones en el nuevo corazón de Stephany Moreno, en contraposición al pesimismo de Valjean en una de las canciones del musical francés original basado en Les Misérables, apropiadamente titulada J'avais rêvé d'une autre vie (Yo había soñado otra vida):
Yo había soñado otra vida
pero la vida ha matado mis sueños
como se ahogan los últimos gritos
de un animal al que se acaba.
Yo había soñado con un corazón
tan grande que el mío cupiese en él. 

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