domingo, 9 de septiembre de 2012

Una epidemia de la que no se habla


                   Una epidemia de la que no se habla
Ricardo Pérez Fernández
Cuando escuchamos hablar de epidemias, generalmente sucede en relación a la propagación de algún tipo de virus o de enfermedad. Una epidemia es un fenómeno de dispersión incontrolada que explica que algo que inició por ser minúsculo y que afectaba a unos pocos, pase a ser algo mayúsculo que afecte a muchos. Pero resulta que las epidemias no son un fenómeno exclusivo a la patología. El fenómeno dispersivo de las epidemias es aplicable a muchos otros ámbitos, como por ejemplo, el calado de la última moda, la popularización de un nuevo tema musical, y hasta el crimen, como bien sustentan el cientista político James Wilson y el criminólogo George Kelling en su teoría de “las ventanas rotas”. Esta teoría epidémica sobre la criminalidad sustenta que la misma germina a partir del desorden. Por ejemplo, si en un vecindario alguien rompe una ventana con fines vandálicos y la misma no es reparada, eso envía una señal de que a nadie le importa, que no hay autoridad y que nadie hará valer sus derechos. A partir de ahí, seguirán apareciendo ventanas vandalizadas y rotas, hasta que esta espiral degenerativa termine por sumir ese vecindario en un estado de caos absoluto, donde el crimen se exhiba con insolencia y sin temor a reprimendas.
El reconocimiento de la existencia y aplicabilidad de esta teoría, y un consecuente plan de acciones paliativas, dieron al traste con la rampante criminalidad en la ciudad de Nueva York en los años noventa, particularmente con la situación aterradora que se vivía en el metro de dicha ciudad. Cuanto me hubiese gustado invitar a Wilson y a Kelling a nuestro país, para que viesen su útil teoría explicando otro fenómeno social de dimensiones pandémicas: nuestra falta de civismo. No sé cuando empezó, ni por quien empezó, ni tampoco sé cuanto tiempo lleva esparciéndose en proporciones epidémicas, pero lo cierto es que ya sucedió, y que muchos de nuestros acuciantes problemas se explican en ella. Nuestro antológico problema del tránsito no se debe únicamente al tamaño de nuestro parque vehicular en contraposición con nuestras limitadas vías públicas; nuestros apagones no se deben enteramente a un déficit de generación eléctrica ni a falta de recursos económicos; nuestra impuntualidad no se debe siempre a los fastidiosos tapones, ni a la lluvia, ni a nuestra condición de caribeños, así como tampoco la permeabilidad de la corrupción se debe solo a factores arraigados desde nuestra colonización. En gran parte, estas realidades se explican en nuestro irrespeto hacia el derecho del otro, nuestra desconsideración para con el tiempo del otro y nuestro avaricioso individualismo que reniega de una colectividad que siempre implica sacrificios. En fin, esto se explica en nuestra alarmante falta de civismo. Así como una ventana rota por vándalos, al dejarse sin reparar invita a que se vandalicen más ventanas, también girar a la izquierda donde no debes “porque otros lo hacen” generará más violaciones a las leyes de tránsito; y también una tardanza justificada en “conmigo también son impuntuales” generará más impuntualidades.
¿Cómo dar una solución definitiva al problema energético cuando personas pudientes escogen “arreglar” sus contadores bajo el supuesto de que “seguro otros hacen lo mismo”? ¿Cómo exigir un alto a la corrupción, si cuando se nos presenta una oportunidad de aprovechar algún privilegio basado en el tráfico de influencia –hasta para no hacer una fila- la mayoría lo tomamos? La solución a la criminalidad en el sistema de metro de Nueva York empezó en la persecución de dos delitos menores: el graffiti y los fulleros que no pagaban el uso del sistema de transporte, una violación de tan solo $1.25 dólares. Los primeros pocos en ser castigados por estos delitos menores iniciaron el efecto cascada hacia la solución definitiva –y sorprendente- del problema. Así como las epidemias empiezan con unos pocos, su ocaso también encuentra su génesis en unos pocos. Nuestra solución radica en abrazar el etos de la colectividad, necesario en cualquier sociedad que aspire al orden, a la armonía, al progreso y a la igualdad. El individualismo que nos lleva a ignorar los derechos y las necesidades del prójimo representan el meollo del problema, no una mera consecuencia del mismo. El efecto cascada que nos reencausará como sociedad por la senda del civismo, no encontrará su origen en un decreto ni en ninguna ley –aunque podrían ayudar- lo encontrará en nuestras acciones individuales guiadas por el interés colectivo, independientemente de lo que decida hacer “el otro” . Si lo hiciéramos, Wilson y Kelling apostarían a nosotros.

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