Max J. Castro
La semana pasada trajo desalentadoras noticias para cualquiera que crea que una presidencia de Mitt Romney sería un desastre para este país y el mundo. La economía, que se estuvo recuperando a paso de tortuga durante los últimos dos años, ha cambiado para peor. El paciente gravemente enfermo, pero en mejoría, está ahora en una situación crítica.

Las últimas cifras de empleo del Departamento del Trabajo de EE.UU. son deprimentes. Fue James Carville, uno de los principales arquitectos de la exitosa campaña de Bill Clinton en 1992 para ocupar la Casa Blanca, quien mejor resumió el factor decisivo en casi todas las elecciones presidenciales: “¡Es la economía, estúpido!” Y entre los varios indicadores que los economistas usan para medir la salud de la economía, ninguno tiene tanta fuerza política como el empleo.



Por eso es que el informe del Departamento del Trabajo, que muestra la creación de solo 69 000 empleos en mayo y que disminuye el estimado del número de empleos creados en meses recientes, es un fuerte golpe a las aspiraciones de reelección de Obama. La cifra es mucho menor que las expectativas de los analistas de 150 000 nuevos empleos, y bien por debajo de los 125 000 nuevos puestos de trabajo necesarios tan solo para los recién llegados al mercado laboral. Por eso es que la tasa de desempleo, que estaba declinando lenta pero constantemente, aumentó el mes pasado de 8,1 a 8,2 por ciento.



¿Qué importancia política tiene una décima parte de uno por ciento en la tasa de desempleo? El problema para Obama es que él estaba sobre terreno pantanoso aún antes está última mala noticia. La lenta recuperación económica le vino muy bien al argumento principal –y posiblemente el único– de Mitt Romney. Es la aseveración de que el éxito en los negocios del candidato republicano, a diferencia de los antecedentes de Obama como organizador comunitario, el derecho y la academia, hace que Romney esté mejor calificado para ser un creador de empleos.



Esa historia de Romney está repleta de falacias. El éxito de Mitt en los negocios en la firma Bain Capital fue principalmente como un buitre capitalista, como comentó atinadamente uno de sus oponentes en la primaria republicana. Consistió en tragarse firmas que no estaban rindiendo tanta ganancia, a no ser que la dirección estuviera dispuesta a despedir cuantos trabajadores fueran dispensables o si los que tuvieran salarios y beneficios decentes fueran reemplazados con trabajadores de menores salarios y sin beneficios, tanto en el país como en el extranjero.



Por tanto, la formula que Romney y sus compinches utilizaron para incrementar las ganancias para los propietarios o accionistas de las compañías con que hacían negocios –y quedarse ellos mismos con decenas de millones de dólares– no era ningún elixir mágico. Ya la conocían muy bien los críticos sociales en el siglo diecinueve. Para maximizar las ganancias hay muchos caminos posibles, pero con toda probabilidad la más sencilla es incrementar la explotación de la fuerza de trabajo –exigir igual o más trabajo por una compensación mucho menor.



Hasta cierto punto, esa opción no estaba disponible a los patronos cuando Estados Unidos tenía un fuerte movimiento sindical y el gobierno no era tan sirviente de las corporaciones como lo es ahora. Desde la década de 1940 hasta la de 1980, los trabajadores organizados y el estado brindaban lo que el reconocido economista

John Kenneth Galbraith llamó las “fuerzas compensatorias” capaces de limitar las prerrogativas de los negocios.



Pero en el mundo globalizado y despiadadamente antiobrero de “la avaricia es buena” que comenzó con las (contra) “revoluciones” de Thatcher-Reagan, la vieja manera de exprimir hasta la última gota de ganancia se volvió cada vez más posible. Romney y los otros genios en Bain estuvieron entre los primeros en comprender esto e impartir o imponer ese conocimiento en los directivos que se habían acostumbrado a relacionarse con los obreros sobre la base de conceptos tales como negociación, lealtad y antigüedad. De esa manera, sería un triste día para los trabajadores norteamericanos si la mágica poción económica fuera aplicada de manera más dominante de lo que se hace ahora.



La narración de Romney es también engañosa al asignar a Obama la culpa por los problemas económicos de la nación. La débil recuperación que ahora puede estar cediendo ante otra recesión fue posibilitada a pesar de la feroz oposición de los republicanos a cualquier esfuerzo por estimular la economía. Si Romney y el Partido republicano hubieran estado al mando desde 2009 hasta la actualidad, tendríamos muchos más problemas de los que tenemos ahora.



Pero la política no se basa en la razón, sino en resultados, prejuicios y anteojeras. Cuando las cosas andan mal, el que está al mando carga con la culpa. Obama pudo haber evitado esa culpa si al tomar posesión hubiera propuesto un nuevo programa económico transformador de la magnitud que exigía la crisis. Sin duda el Partido Republicano hubiera puesto el grito en el cielo y torpedeado toda o la mayor parte de la propuesta de la administración. Pero entonces serían los republicanos los que tendrían ahora la culpa de la economía balbuceante y Obama tendrían la posibilidad de decir: “Les advertí que un estímulo económico tan débil no iba a funcionar”.



En su lugar, Obama trató de llegar a un compromiso con los inflexible, los cuales le dieron suficiente soga como para que se ahorcara bajo la forma de un mísero paquete de estímulo hasta cierto punto equivocado. El desnutrido bodrio que los republicanos estuvieron dispuestos a dar al presidente ahora se lo pueden echar en cara como el “fracasado estímulo económico de Obama”.



Es un buen truco, y parece estar funcionando. Sin embargo, todavía el juego no ha llegado a su final. Puede que la economía muestre alguna recuperación en los meses venideros. Pero también pudiera venirse abajo y con ello hundir a Obama. Los principales valores del presidente son su agradable personalidad y el hecho de que Romney es su total opuesto, un hombre que desagrada intensamente incluso a muchos miembros de su propio partido. Pero la percepción de que Mitt Romney no es muy buena persona, una opinión con la pudiera estar de acuerdo hasta su propio perro. Es un hilo débil del cual colgar el futuro de la nación más poderosa del mundo.
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 (Tomado de Progreso Semanal)